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VENEZUELA

Una tarde con Chávez

La única vez que estuve en presencia de Chávez no me costó mucho comprobar que su famosa incontinencia verbal sólo se ve superada por la puerilmente magnífica opinión que tiene de sí mismo.

La única vez que estuve en presencia de Chávez no me costó mucho comprobar que su famosa incontinencia verbal sólo se ve superada por la puerilmente magnífica opinión que tiene de sí mismo.
Hugo Chávez.
Se ha dicho hasta la saciedad: Chávez es un militarón demagogo y, como tal, responde a una de las más acendradas tradiciones políticas locales. Pero hay matices en todo, incluso en el delirio ególatra de los populistas latinoamericanos: no es lo mismo la lujuriosa sed de boato de Rafael Leónidas Trujillo que la voluntad demiúrgica de volver a crear de la nada toda una nación que consumía a Juan Domingo Perón. La pasión preponderante de Chávez, si no la única, es su propia persona. Y es de agradecer, la verdad, porque, a pesar de sus sórdidos tejemanejes con las instituciones y de su obsesión por dividir a sus súbditos en buenos ("el pueblo") y malos ("la oligarquía") venezolanos, cabe esperar que la huella que dejará en la historia de Venezuela este Narciso elemental será mucho más pasajera que la de otros hegemones que ocuparon el sillón presidencial antes que él.
 
Entrevisté a Hugo Chávez en Caracas, en el palacio de Miraflores, a comienzos de diciembre de 2000. De las no pocas entrevistas que he realizado, ésta es la única que se ha quedado en el tintero. Los diarios que previamente se mostraron interesados acabaron renunciando a publicarla no porque careciera de interés, sino porque el entrevistado "ya está muy visto", según el perspicaz análisis de mi interlocutor en un importante periódico español. No dejaba de tener razón. Chávez había sido extensamente glosado desde su primer triunfo electoral, dos años antes, seguido de la adopción en referéndum, en diciembre de 1999, de una nueva Constitución y de su reelección en julio de 2000, ya como primer presidente de la República Bolivariana de Venezuela.
 
Algo de olfato político demostró tener Chávez al comprender que el sistema de partidos en que se había basado la democracia venezolana desde 1959 estaba dando las últimas boqueadas. Aunque esto no sea mérito extraordinario –cualquiera que conociera la Venezuela de los años 90 podía oler la podredumbre del sistema–, tuvo el tino de presentarse a las elecciones de 1998 arropado no sólo por la izquierda (incluido el muy oficialista MAS), sino por una parte de la sociedad civil e incluso por algunos de los sectores económicos que en el pasado habían apoyado a los candidatos de los dos principales partidos, sobremanera a los adecos. Después, a medida que fue acumulando poder, Chávez hizo de la "oligarquía" venezolana su enemigo número uno, pero conviene recordar que su primera presidencia fue posible, sobre todo, por el clima de "fin de reino" que se vivía en el país y gracias a la connivencia de influyentes sectores que después pasaron a engrosar las filas de quienes ven en Chávez un peligro real para la democracia venezolana.
 
Hugo Chávez y Fidel Castro.En 2000 el ex teniente coronel ya mostraba su talante bajo esa piel de cordero democrático que tuvo la habilidad de colgarse tras su fallido golpe de estado de febrero de 1992. Se sabía de sus ambiciones de caudillo latinoamericano: ya brindaba amparo y ayudas varias a la guerrilla colombiana y comenzaba a financiar movimientos indigenistas en los países andinos, y una de las primeras medidas que tomó tras obtener la reelección fue suscribir con Cuba un convenio por el que Venezuela se comprometía a suministrar petróleo a la Isla en condiciones muy ventajosas para la dictadura castrista. Por si fuera poco, acababa de realizar la primera de sus giras de apoyo a las satrapías mediorientales –en nombre, cómo no, de la lucha contra el imperialismo–, visitando ese mismo año a Sadam Husein.
 
En suma, ya Chávez era Chávez, pero los medios occidentales (los latinoamericanos incluidos) daban por amortizado a un personaje incómodo pero a la vez demasiado grotesco en sus manifestaciones públicas como para ser tomado en serio. No otro fue el razonamiento, en los años 30, de los Neville Chamberlain, que eran legión: ¿cómo tomarse en serio a aquel individuo con un bigotito ridículo que lo único que sabía era bramar gesticulando desde una tarima? Chávez, insisto, no pasará a la historia, ni siquiera a la de Venezuela, como un segundo Juan Vicente Gómez, pero si hace siete años hubiésemos estado un poco más atentos, muchos nos habríamos ahorrado la desagradable sorpresa de descubrir que a este individuo destemplado es preferible no regalarle ni siquiera una pistola de juguete.
 
En Miraflores
 
Al despacho presidencial de Miraflores se accede por un pasillo de reciente factura que comunica dos alas del palacio. A la derecha, una larga bancada acoge unos mullidos cojines; a la izquierda, el escritorio del edecán, sentado de espaldas a un tabique del que cuelgan los retratos de los presidentes de la República desde 1959. Antesala prefabricada y funcional, hundida en la semipenumbra de las floodlights empotradas a lo largo del falso techo.
 
Antes he debido pasar el control de la Guardia Nacional en la avenida Urdaneta y, con dos guardias presidenciales por escolta, buscar la entrada principal, orientada al sur, y atravesar el patio central. Primera espera, en una sala desde la que puedo ver la fuente del pez que escupe el agua y recordar a Pancho Herrera Luque. Unos diez minutos antes de ser conducida a la antesala, he tenido tiempo más que suficiente para evocar la lapidaria sentencia de Alejo Carpentier sobre la decoración de este palacete que el caudillo Joaquín Crespo mandó construir en 1884. Algo así, de memoria, como: "Hay que visitar el viejo palacio de Miraflores y descubrir con asombro su decoración interior, entre Luis XV, pompeyana y Veuve Clicquot".
 
Chávez, ante un retrato de Simón Bolívar.Cuando, más de media hora después, el edecán abre la puerta del despacho presidencial, lo primero que recibo en plena cara es esa confusa batahola tropical de estilos. No es la primera vez que me enfrento a las marqueterías chillonas, los mármoles excesivos, los apliques dorados. Remata el vocinglero decorado el mismo cuadro de Bolívar que preside obligadamente los despachos de los embajadores de Venezuela en cualquier latitud. No el sobrio retrato de Gil de Castro del Salón Elíptico del Congreso, sino una copia de copias, basada en una mediocre y feísima semblanza de Espinosa.
 
Hugo Chávez, sentado bajo la némesis patria, viste traje azul y corbata. Respiro aliviada ante la inesperada nota de sobriedad. Estamos a comienzos de diciembre de 2000 y ya el rojo de la boina de paracaidista es su seña distintiva de neobolivariano, por lo que es de agradecer que no tenga que digerir más hemorragia cromática que la de la moqueta granate. Se levanta, viene hacia mí y me saluda con un apretón de manos. Le digo que menos mal que ha tardado tanto en recibirnos, porque así le ha ahorrado al fotógrafo, casi tan impuntual como el mismo presidente, la grosería de irrumpir cuando la entrevista ya hubiera comenzado. Ríe la gracia. Yo no se la veo. Esta entrevista, acordada hace semanas, no debe exceder la media hora, según la secretaria del presidente, y ya hace rato que hubiera debido terminar.
 
Nos sentamos ante una mesita baja en un rincón, él en una butaca, yo en el sofá a su izquierda. Nos sirven café por primera vez. Cuando salga de allí, tres horas y media más tarde, me sentiré capaz de saltar olímpicamente la verja del palacio, tras haber engullido media docena de marroncitos. Chávez no para de pedir y tomar café. Tampoco de hablar. No tardo en comprender que mis preguntas son innecesarias; da igual lo que pregunte, poco importa que el fotógrafo le solicite este o el otro perfil: Chávez discurre sin cesar.
 
Esa tarde, su tema predilecto es la nueva Constitución, aprobada en referéndum hace casi un año por el 72 % de los votantes. Del bolsillo interior de la chaqueta saca un ejemplar, un tomito en miniatura de tapas azules que acaricia con la mano como si fuera un rosario. Le pregunto qué piensa de lo que sostiene sobre las constituciones venezolanas Manuel Caballero. Frunce el ceño al oír este nombre y veo que está a punto de decir algo así como: "Carajo, yo no leo a ese señor", pero acaba esbozando una sonrisa y fingiendo interés. Le digo que, en opinión del historiador, de las 23 constituciones de las que se ha dotado Venezuela desde 1830, incluida esta suya, todas tienen nombre y apellido –es decir, son trajes hechos a la medida del caudillo de turno para su perpetuación en el poder–; todas salvo las de 1936, 1947 y 1961. Esta última, por cierto, la más longeva de la historia del país y la que, a pesar de haberla decretado "moribunda" en su toma de posesión, le permitió acceder democráticamente a un poder que antes intentó tomar por las armas.
 
Por descontado, Chávez no entra al trapo, pero su respuesta es de lo más interesante: más de quince minutos evocando su infancia popular y humilde, ensalzando las virtudes de los pobres, narrando su conversión al culto de Maisanta, nombre con el que popularmente se conoce al general Pedro Pérez Delgado (¿a que es más recordable por su apodo?), uno de los muchos opositores a la dictadura de Gómez. Chávez, cuya imaginación no conoce límites (ah, si en las barricadas del Mayo francés hubieran sabido lo que realmente da de sí "la imaginación al poder"…), se ha inventado una genealogía que incluye, entre sus antepasados más o menos directos, a Maisanta y a otro iluminado: Ezequiel Zamora, a quien Venezuela debe el más largo y sangriento episodio de guerras fratricidas de su historia.
 
Invariablemente, Chávez trae a colación algún recuerdo de infancia, matizado a ratos con líricas reflexiones sobre la camaradería que descubrió en el ejército, cada vez que escucha una pregunta incómoda. Por ejemplo, si es verdad que su ambición es fungir de Bolívar redivivo en América Latina ayudando a la guerrilla colombiana y a los movimientos indigenistas en los países andinos, o si piensa realmente dotar de contenido y medios a ese "poder popular" apenas esbozado en la flamante Constitución de la "República Bolivariana de Venezuela".
 
Sobre esto se lanza a otra digresión lírica, pero ahora aporta un dato: acaba de crear, cerca de Carúpano, una escuela para que los jóvenes venezolanos, chicos y chicas, puedan recibir "instrucción premilitar". Para constituir, en sus palabras, "unidades cívico-militares". Asoma la patita la asesoría militar de los cubanos, de la que en 2000 ya comenzaba a hablarse en Caracas. Chávez lo niega, tajante: lo que Cuba sí está haciendo es enviarnos a sus médicos, que son los mejores de América Latina. Tomo nota: Chávez reconoce que Cuba es la mejor medicina para Venezuela.
 
Así hasta la saciedad, durante más de tres horas de una entrevista programada para durar sólo media y que empezó con una de retraso. Reconozco que estuve a punto de besar al edecán cuando, por tercera vez, vino a susurrarle algo al oído y al fin comprendió que tenía que despedir nuestra "orgía de marroncitos" y su prolongado delirio. Al salir, después de recibir el fotógrafo y yo sendos abrazos "bolivarianos", en los cojines del pasillo-antesala nos esperaban las miradas, ni siquiera coléricas sino entre resignadas y adormiladas, de dos ministros y un general. Sin duda tenían "despacho" esa tarde con el presidente, sin duda también estaban acostumbrados a estos desplantes de su jefe.
 
El momento más revelador de aquel encuentro se produjo cuando Chávez mencionó a Ezequiel Zamora y, señalando con un gesto del brazo las paredes del despacho presidencial, pronunció con acentos proféticos: cuando yo deje este salón, juro que, además de los de Bolívar, Miranda, Sucre y Páez, estará aquí el retrato de Zamora.
–¿Y por qué no también el suyo, presidente?
 
– No hará falta: para siempre mi imagen estará grabada en el corazón de los venezolanos.
 
ANA NUÑO, poeta, ensayista y editora.
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