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MEMORIAS ERRÁTICAS

Desembarco en Puerto Galera y una granja en la selva

El autobús que hacía el recorrido entre Manila y Batangas, de asientos de madera y ventanas sin cristales, era el mismo que la primera vez, pero habían cambiado otras cosas. Cinco años antes, la embarcación que unía aquella ciudad con Puerto Galera, punto de arribada a la isla de Mindoro, sólo llevaba a un puñado de extranjeros. Ahora, hicimos la travesía rodeados de occidentales y de sus séquitos de muchachas en flor, arrancadas de los garitos de Ermita.

El autobús que hacía el recorrido entre Manila y Batangas, de asientos de madera y ventanas sin cristales, era el mismo que la primera vez, pero habían cambiado otras cosas. Cinco años antes, la embarcación que unía aquella ciudad con Puerto Galera, punto de arribada a la isla de Mindoro, sólo llevaba a un puñado de extranjeros. Ahora, hicimos la travesía rodeados de occidentales y de sus séquitos de muchachas en flor, arrancadas de los garitos de Ermita.
Puesta de sol en Puerto Galera.
En el barco reinaba la alegría y corría la cerveza. Jim y yo subimos al puente y el piloto del ferry nos mostró sus habilidades al timón; era capaz de llevarlo con los pies. Eran unos pies de dedos gordezuelos, que vistos sobre el timón parecían las manos de un niño.
 
Volvía yo a padecer el síndrome de "no mires dos veces". El del viajero que ha conocido un lugar cuando apenas ha sido hollado por otros como él y teme encontrarlo, tiempo después, repleto de turistas. Es el mismo viajero el que ha abierto la senda por la que luego se hace la carretera, pero no deja por ello de lamentar las consecuencias.
 
La masificación, la construcción, el encarecimiento, el mal humor de quienes antes eran tan amables… Pero no adelantemos acontecimientos. Y el regreso también tenía su atractivo; uno se mueve con más aplomo cuando conoce el terreno, y le pica la curiosidad. ¿Cómo era exactamente? ¿Qué habrá sido de aquella gente y de aquel bar y de aquella playa?
 
Llegamos a la isla cuando se ponía el sol. Un rebaño de nubes anaranjadas se movía con parsimonia por el cielo, y las siluetas de las palmeras se erguían contra un fondo violeta. El mar era un espejo de color turquesa, enmarcado aquí y allá por el blanco resplandeciente de un arenal. El pasaje del ferry se acodó en las barandillas y contempló el espectáculo. ¡Era real!
 
El arquetipo de la isla del trópico, del pequeño paraíso con el que sueña el homo faber occidental, aparecía ante nuestros ojos, cansados de verlo en fotos y en películas, con una viveza y una belleza sobrecogedoras. Por un momento, cesó la algarabía en el barco y sonaron los disparos de las cámaras de fotos.
 
Sabíamos que Tony nos estaría esperando en el muelle. Lo encontramos sentado con otros hombres delante de uno de los puestos que hacía las veces de bar. Se estaban divirtiendo de lo lindo a costa de los turistas. Mientras bajaban del ferry, los iban despellejando. Mira, a ése, ése que lleva pantalones cortos, con las piernas gordas y peludas del color de la leche; cuando se vaya de aquí, serán del color del cangrejo cocido. Y se tronchaban.
 
Vistos con ánimo burlesco, los turistas no tenían desperdicio. Bajaban como criaturas atolondradas y desvalidas, torpones y zafios en sus movimientos, frente a la elegancia natural y la seguridad de los filipinos. A los amigos de Tony también les gustaba hacer chanzas sobre el vello de los blancos y su olor corporal.
 
En mi primera visita a Filipinas no lo había notado, pero ahora me dirían que, en privado y en el idioma que los occidentales no entendían, era habitual ridiculizarlos. Tuve la impresión de que ello era así entre las clases más pudientes, y no entre las humildes. La gente con la que yo había tratado la primera vez mostraba una curiosidad, un interés y un afecto sinceros por los blanquitos. Al menos, por aquellos que les resultaban accesibles.
 
Tony tenía unos sesenta años, era alto y enjuto, de rasgos españoles con un pequeño toque asiático. Había sido un hombre de negocios importante en la capital, pero la muerte de su mujer y una enfermedad le habían inducido a abandonar la vida urbana y retirarse a unas posesiones que tenía en la isla. Nos condujo hasta un pequeño todoterreno, llamó al chófer, que estaba de charla en otro bar del puerto con gente de su cuerda, y cogimos carretera.
 
Subimos por pistas, entre una vegetación selvática, hasta que llegamos a su territorio. Era un pequeño claro en medio de la selva. En la parte más llana tenía una casa sencilla de planta baja y un galpón para los animales. Entramos en la casa y Tony nos presentó a Marita, una mujer de unos cuarenta años que nos dijo que era su ama de llaves. Luego nos percataríamos de que era algo más.
 
Nos instalamos en el porche, desde el que se veía el mar, allá lejos, y Tony nos introdujo en uno de los rituales de su vida rural, el sundowner, la copa que se tomaba al crepúsculo, antes de cenar. En la tibieza de la tarde tropical, con el cielo teñido de rojos violentos, aquello era vida, y no la que arrastraban los de Manila bajo el smog y el calor asfixiante. Tony no lamentaba su retiro.
 
Pero la granja no era gran cosa. Muchas gallinas, que proporcionaban el invariable desayuno de huevos fritos, y unos cuantos cerdos. Jim examinó el tinglado y se puso a dar ideas que a Tony le entraban por un oído y le salían por otro. No estaba muy interesado en aquello; había sido un hobby, pero se había cansado de él. Había traspasado el asunto a manos de su encargado, una de las cuatro o cinco personas que pululaban por allí como personal de servicio, y le dijo a Jim que arreglara con el empleado.
 
Los primeros días, Marita nos sometió a las formalidades de la hospitalidad filipina que ya habíamos padecido, de otro modo, en casa de los Pineda. Cada comida tenía que parecer especialmente hecha para nosotros. A media tarde, después de la siesta obligatoria por el calor, que yo no podía hacer por mi imposibilidad congénita para dormir de día, Marita mandaba hacer un cocimiento de frutas diversas y nos servían una merienda, que tomábamos como sonámbulos. Era, en fin, un ambiente envarado y rígido y una incomodidad, pues se veía que hacían un esfuerzo. Cuando les dijimos que estaríamos más confortables si seguían su ritmo habitual, el ritmo se relajó.
 
Desde mi llegada, tenía yo en mente regresar a Sabang Beach, el pueblito de pescadores donde me había alojado la primera vez con Augusto. Cuando lo hice, quedé asombrada.
 
 
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