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CÓMO ESTÁ EL PATIO

Elogio del teocón

Ser de derechas de toda la vida es algo que no está bien visto. A uno y otro lado del espectro ideológico. Lo correcto es haber coqueteado durante la juventud con la izquierda, cuanto más extrema mejor, para iniciar desde ahí un periplo intelectual con destino a las riberas del liberalismo. Una guerrera con unas cuantas medallas ganadas en la lucha por el marxismo parece conceder un plus de autoridad del que carece quien ha sido toda su vida una persona decente, es decir, de derechas.

Ser de derechas de toda la vida es algo que no está bien visto. A uno y otro lado del espectro ideológico. Lo correcto es haber coqueteado durante la juventud con la izquierda, cuanto más extrema mejor, para iniciar desde ahí un periplo intelectual con destino a las riberas del liberalismo. Una guerrera con unas cuantas medallas ganadas en la lucha por el marxismo parece conceder un plus de autoridad del que carece quien ha sido toda su vida una persona decente, es decir, de derechas.
Ser titular de un pasado revolucionario tiene la enorme ventaja de que inmuniza ante muchos de los tics ideológicos que atenazan a la derecha clásica, incapaz de declararse abiertamente a favor de la unidad de España o en contra de los matrimonios entre personas homosexuales, por poner dos ejemplos en los que se comprueba bien que los que más y mejor combaten son quienes no tienen que pedir perdón por haber sido conservadores y haber creído desde siempre en la moralidad de esos u otros objetivos similares.
 
El problema, por tanto, surge cuando el liberal no tiene un pasado revolucionario del que hacer gala. El pavor a que le consideren un conservador (o, por decirlo en la jerga al uso, un representante de la derecha rancia, casposa y reaccionaria) le lleva a estar más pendiente de marcar distancias con los sufridos compañeros de viaje que con los adversarios ideológicos. El término teocón, con el que muchos liberales de familia bien denominan a quienes desde unas posiciones conservadoras han defendido siempre la libertad individual, de acuerdo con la tradición católica, es la última moda impuesta por la izquierda; término que los liberales exquisitos utilizan mucho, como si en vez de hacer un favor a quienes más les odian estuvieran frente a un hallazgo semántico que separa definitivamente el liberalismo bueno del malo.
 
En el barrio de Salamanca y demás zonas nobles de España los cachorros de las familias que se forraron con el franquismo se han hecho ateos. Se siguen casando por el rito católico, claro, en la catedral y con trescientos invitados, todos con chaqué, pero aclaran, sin que se les pregunte, que lo hacen por no darle un disgusto a mamá, porque la Iglesia, ya se sabe, es un reducto reaccionario para casposos contrarios al progreso. Esto no es el freudiano "matar al padre". Si acaso es darle un pescozón desabrido, pero allá cada cual con sus dramas familiares.
 
Los teocones hacemos algo que irrita bastante a los liberales anticatólicos, y es que, al contrario que ellos, no nos avergonzamos de nuestro pasado. Cada uno tiene la familia que tiene y ha vivido la vida que le ha tocado. Quien no lo acepta tiene un problema, no los demás. Sólo faltaba que el fontanero de Vallecas, un anarcocapitalista frito a impuestos que vota al PP, tuviera que pedir perdón a los señoritos de la calle Serrano por ir a misa los domingos.
 
Por otra parte, hasta la fecha nadie ha conseguido probar que un liberal lo sea en menor grado por el simple hecho de respetar y profesar el catolicismo. Y es que se da la feliz circunstancia de que el liberalismo y el catolicismo defienden unos principios básicos comunes, pues ambos se basan en el reconocimiento de la existencia de unas instituciones naturales (libertad individual, propiedad privada, familia, etc.) que son las que permiten la vida en una sociedad moralmente sana y el avance de la civilización.
 
Unos creen que estas instituciones surgieron espontáneamente y otros creen que son el reflejo de la impronta sobrenatural que posee el ser humano, creado a imagen y semejanza deDios. Este detalle, que afecta únicamente a las convicciones íntimas del individuo, no invalida el hecho de que tanto unos como otros defienden en esencia los únicos principios que nos han hecho libres a lo largo de la Historia. Olvidarse de ello y recurrir a lo accesorio no es precisamente lo más inteligente que el liberalismo ha hecho en el último siglo y medio.
 
Las más duras diatribas contra la Iglesia y los curas ya no provienen de la izquierda, que, por cierto, tiene en la curia a muchos de sus más fervientes defensores, sino de los liberales sin pasado, cuyo odio visceral contra el catolicismo tiene un carácter proteico. No será, desde luego, porque los curas oprimieran en exceso a las familias bien de las que provienen (en cuyos colegios, por cierto, se educaron la mayoría de ellos). Tampoco porque haya una contradicción fundamental entre el catolicismo y el liberalismo (excuso poner la lista de pensadores católicos liberales, por extensa y conocida). Es sólo que el ser moderno, cuando uno no lo ha sido de joven, exige este tipo de aspavientos ridículos.
 
La distinción entre el liberalismo fetén y el que necesita ser bendecido por las aguas laicas de los ateos sobrevenidos pasa, por tanto, por el respeto a la religión católica. Si has creído toda tu vida en las ideas liberales, leíste de joven a Santo Tomás y a Huerta de Soto (salvando las lógicas distancias… a favor de D. Jesús) y a los cuarenta años sigues yendo a misa, corres el riesgo de que te llamen teocón. Que te lo llame la izquierda te importa un pijo, que decimos en mi tierra. Que lo hagan individuos de niñera inglesa, colegios de curas y máster en los EEUU, dos, y bien hermosos. En la calle Génova, por cierto, estos señoritos comecuras harían una carrera fulgurante. Pero no se precipiten. Tengo entendido que por allí hay overbooking.
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