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RECUERDOS SUELTOS

La Sirenita

Repasando el manuscrito de un libro de viajes por la Vía de la Plata, escrito a finales de los años 80 y que quizá publique el próximo, encuentro este trozo: “El caminante, sentado en la plaza de Las Monjas, pensó que bien podía salir ya hacia La Rábida. El aire se iba impregnando del tufo dulzón y un poco nauseabundo de la celulosa torturada en alguna fábrica cercana. El caminante tomó el macuto y abandonaba el sitio, echando atrás una mirada distraída, cuando se dio cuenta, con sorpresa, que los muchachos que pintaban en el suelo no le habían traído a la memoria cómo había hecho él lo mismo, veinte años atrás, en Copenhague y otros lugares. Tenía entonces dieciocho años y le había dado por vagabundear un poco. Sus colegas de ahora, en Huelva, sólo le habían despertado una curiosidad lejana y ninguna solidaridad… No les había dado cinco miserables duros".

Repasando el manuscrito de un libro de viajes por la Vía de la Plata, escrito a finales de los años 80 y que quizá publique el próximo, encuentro este trozo: “El caminante, sentado en la plaza de Las Monjas, pensó que bien podía salir ya hacia La Rábida. El aire se iba impregnando del tufo dulzón y un poco nauseabundo de la celulosa torturada en alguna fábrica cercana. El caminante tomó el macuto y abandonaba el sitio, echando atrás una mirada distraída, cuando se dio cuenta, con sorpresa, que los muchachos que pintaban en el suelo no le habían traído a la memoria cómo había hecho él lo mismo, veinte años atrás, en Copenhague y otros lugares. Tenía entonces dieciocho años y le había dado por vagabundear un poco. Sus colegas de ahora, en Huelva, sólo le habían despertado una curiosidad lejana y ninguna solidaridad… No les había dado cinco miserables duros".
La célebre sirena de Copenhague.

En Copenhague, saliendo de cerca del Ayuntamiento, había una calle estrecha y larga, llena de tiendas, peatonalizada a partir de las diez o las once de la mañana. Estaba llena de turistas y de jóvenes que se ganaban unas coronas pintando en el suelo o cantando o tocando la guitarra, solos o en grupos. Era un espectáculo permanente. Un francés se especializaba en pintar algo parecido a vidrieras góticas, bastante fáciles pero muy llamativas, y ganaba lo bastante para industrializarse: hacía con rapidez varias pinturas y dejaba a algunos paisanos suyos al cargo de ellas, a comisión. Usaba sombrero de copa y firmaba "The milord of the street".

Había entre los artistas bastantes beatniks (era en 1966, y los hippies saldrían al año siguiente de California). Vestían desastradamente y consumían marihuana u otras drogas, pero muchos de ellos recibían cheques de sus casas y vivían sin apuros. Los comerciantes de la calle estaban furiosos, pues la gente, se quejaban, miraba a las pinturas y no los escaparates. Para impedirlo echaban gasolina o alguna sustancia grasa sobre el asfalto, lo cual impedía pintar. Hubo un pequeño revuelo, y los beatniks protestaron en masa –no mucha masa– cantando la cansina canción ‘We shall overcome’. Después de todo, afrontaban y afrentaban a la burguesía. El conflicto salió en la prensa y en la televisión, me parece.
 
Otros beatniks andaban efectivamente a dos velas, como yo mismo. Había entre ellos algunas chicas, pero la gran mayoría eran varones, por lo que la impresión de promiscuidad sexual que transmitían tenía más de apariencia que de realidad. Me uní a la banda, sin entusiasmo. La mayoría iba al atardecer a la estación de ferrocarril, a dormir en los bancos hasta que la cerraban, a eso de medianoche. Una noche en que la policía nos echó sucesivamente de la estación y de un camión aparcado, donde nos hacinábamos, me di cuenta de la insalubridad de aquella vida, y de la conveniencia de hacerme un hombre de provecho.
 
Al día siguiente compré unas tizas de colores y volví a la calle famosa. Como cantante no tenía el menor futuro, no sabía tocar la guitarra ni ningún instrumento; como pintor nunca había sido gran cosa, o, más propiamente, nada de nada, pero pensé con optimismo que los había peores en el lugar. Copié de alguna postal, poniendo al lado la indicación "Estudiante español", y la palabra "gracias" en seis o siete idiomas. Algo gané, bastante para tomar una habitación alquilada por una buena señora, que también me daba un desayuno con café a discreción.
 
Gisèle Ruiz: YARMEN (detalle).Duchado y algo alimentado, ya era otra cosa. Volví al trabajo en días sucesivos. Unos chavales de Barcelona que pasaban por allí me ayudaron. Habían hecho Bellas Artes, y uno de ellos pintó una "taberna española" con flamenco y demás, y me dejó explotar el cuadro. Se notaba la profesionalidad, y el rendimiento fue excelente.
 
Los catalanes estaban decepcionados: ya no se ligaba como antes. Ellos habían estado por allí unos años atrás, cuando el mero hecho de tener pelo oscuro llamaba la atención de las vikingas y se entablaba relación fácilmente. Ahora, en cambio, llegaban en manada los latinos y los moros… La competencia se había vuelto dura, y las chicas indígenas más precavidas. Yo no conocí a ninguna, en ningún sentido, durante el mes que pasé allí.
 
Tuve relación, en cambio, con dos alemanas unos años mayores, y ciertamente más expertas. Recuerdo una excursión de estudiantes franceses que bajaban de un autobús e iban adelantando el éxito esperado con las escandinavas, porque los franceses, ya se sabe, "hacemos muy bien el amor". El comentario me pareció gracioso.
 
Cuando los catalanes se fueron, a los dos días, mi negocio callejero decayó, y entonces opté por la especialización: copié una postal de la Sirenita del puerto (unos gamberros le habían arrancado la cabeza unos meses antes, por cierto). Con el paso de los días me fue saliendo mejor, y no sólo me dio para vivir, sino para ahorrar y viajar sin demasiada incomodidad hasta Inglaterra.
 
Guardo agradecimiento a la Sirenita, pues en otras ocasiones me permitió salir de apuros en mis vagabundeos, en Hamburgo, Ostende, Torremolinos o Lisboa, que ahora recuerde. Durante años podía dibujarla de memoria. Lo he intentado ahora, y ya no me sale bien.
 
Hace algún tiempo vi a dos siberianos de mediana edad en una calle de Pamplona que tocaban al acordeón canciones rusas. Me di cuenta de las limitaciones de mi educación. ¿Por qué no habría aprendido a tocar el acordeón cuando era joven? Habría aprendido también canciones rusas, quizá tangos y pasodobles, o algunas melodías de París, y habría recorrido así medio mundo durante un par de años, en la resistente juventud. ¡Ah, tantas cosas hay que uno desearía haber hecho!
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