
Eran pocas, sí, pero eran las que tenía. En el hotel Viena, que era mi pied à terre quiteño, tuvo lugar la sustracción. Dejé la bolsa unas horas a cargo de la madame, y cuando regresé estaba la madame, pero no la bolsa. Con ella se habían ido mi pasaporte, los travellers que me quedaban y mi billete de vuelta.
Había decidido abandonar el nido otavaleño para unirme a la sociedad limitada que formaban Francesco y Alfredo. El italiano y el español tenían cada uno su historia de aventuras y desventuras en Suramérica, pero cuando yo los conocí en Otavalo se dedicaban a lo que allí se llamaba artesanía. Su especialidad eran los aretes, o sea, los pendientes. Los fabricaban con hilo de cobre, cuentas de cerámica y piedras semipreciosas, y luego los vendían en las ferias. Yo no lo sabía, pero había un circuito de ferias para esa clase de productos por todo el continente.
El territorio que mejor conocían y más les gustaba era Colombia, que en su jerga era Locombia. Allí se proponían regresar en cuanto hubieran acabado su periplo ecuatoriano. Si quería, podía ir con ellos. Finalizaba septiembre cuando le anuncié a Carol que me marchaba. Me despidieron con una pequeña fiesta. Había llegado con la primavera y me iba en otoño. Fue una despedida otoñal.
Las últimas semanas ya no vivía en la Academia, sino en una casa que había sido un molino y que pertenecía a los americanos de la granja con caballos. Por la noche se dormía arrullado o sobresaltado por el ruido del agua, que era la del río que cruzaba el pueblo. Como aquellas aguas, yo también marchaba hacia el mar. Mi primera escala en la nueva fase de mi viaje iba a ser Guayaquil. Allí estaba, en una feria, la pareja de artesanos ad hoc.
Mientras hacía tiempo en Quito para la buseta fui por última vez al Madrilón, un café que tenía el estilo de los antiguos cafés españoles. La barra era alta y sin taburetes; sólo era el lugar para el trasiego de bandejas de los camareros. Se encontraba cerca de la sede del Parlamento, y los clientes tenían aspecto de leguleyos. Nunca vi allí a una mujer. Cuando regresé al Viena, la bolsa había volado. La madame, en descargo, no me cobró la habitación.
Vagué luego por las calles del antiguo Quito en estado de shock. Tenía el dinero que llevaba encima, pero no era mucho. Y en cuanto a ropa, me había quedado con lo puesto. Una señora que conocí en una cafetería, y a la que conté lo sucedido, me dio algo de dinero.
Aquella noche viajé a Guayaquil en el mismo estado de estupor. Mis amigos me prestaron alguna ropa y, avezados en esto de los robos, me insuflaron cierta capacidad de reacción. Tenía que regresar a Quito de todas formas. Debía conseguir un pasaporte e iniciar trámites para recuperar el billete de vuelta. Decidí seguir su consejo y acudir también a la policía. En la comisaría me pasaron enseguida a ver al capitán. Era éste un hombre joven que, al saber que yo era española, me trató con gran cortesía y me contó que había estado en España, ampliando su formación. Me habló de sus instructores, como si yo pudiera conocerlos, y me dijo que, en atención a mi nacionalidad, me iba a poner a dos detectives a mi disposición.
Los detectives, que mandó llamar al momento, parecían una pareja de comedia. No tenían pinta de ser muy competentes, pero por probar nada se perdía, y me dirigí con ellos al lugar del crimen. Por el camino me contaron que el hotel aquel tenía mala fama. Que se alojaba allí mala gente. Colombianos, precisaron. Los maleantes, ya se sabe, siempre vienen de fuera. Pero los de dentro, o sea, los del hotel, eran los responsables. ¿En cuánto valoraba yo la pérdida sufrida? Hice cálculos y les pareció poco. Entonces me di cuenta de que su colaboración necesitaba incentivos. Y se los ofrecí: si conseguían que el hotel pagara, les daría una gratificación.
La madame nos recibió con mala cara. Los detectives se aplicaron. Le recordaron que el hotel estaba en la lista negra y le reclamaron que me resarciera. Ella se batió como gato panza arriba. Dijo que en la bolsa yo sólo tenía trapos. ¿Cómo lo sabía? Se puso furiosa y empezó a dar gritos. Pero mis detectives no se arredraron. O aflojaba la mosca o iba a tener a la pasma detrás, por otros asuntos de más enjundia. Temblando de indignación, con aspavientos y portazos, en plena crisis de histeria, la madame sopesó los pros y los contras y soltó los billetes. Cuando salíamos, aún gritó a pleno pulmón: "¡Trapera, es una trapera!".
Por lo visto, era un insulto. En una bocacalle tranquila di a los detectives la gratificación prometida. Convencida de que los del hotel tenían responsabilidad en el robo, no me pesaba haberlos obligado a pagar. No me había excedido en la cantidad exigida. Y en cuanto a la parte de los polis, qué se le iba a hacer. Era el tributo necesario. No estaba yo como para ponerme purista.
Y ahora venía la movida del pasaporte. La embajada española, tan estirada y formalista como era de esperar, tardaría varias semanas en expedirme uno nuevo. Entre medias volví a Otavalo, donde Carol sacó telas, tijeras y máquina de coser, y me confeccionó algo de ropa. Escribí a mis amigos berlineses para que trataran de conseguir que Cubana de Aviación me restituyera el billete de vuelta.
Acababa octubre cuando pude, por fin, cruzar la frontera. El primer objetivo era Pasto, una pequeña ciudad en las montañas, donde iba a celebrarse una feria de artesanía. Pero toda Colombia era una feria. Tras seis meses en el retiro ecuatoriano, entraba en otro mundo. Un mundo de noches ruidosas, de música a todas horas, de gentes extrovertidas e incesante actividad. Tenía el colorido y el bullicio de una feria gigantesca. Era, en efecto, Locombia.
MEMORIAS ERRÁTICAS: La escapada – De París a Moscú – Una noche en el Metropole – Entrada en Siberia – Trueque en el Transiberiano – De un imperio a otro – Por palacios y pensiones – De extra en Hong Kong – Curry no, pato tampoco – La Española y Sabang Beach – Lo siento, el carabao... – La isla y sus Robinsones – Últimos vagabundeos por Manila – Un invierno berlinés – Cita en Argel – La ruta de los talleres – Un preso y dos surfistas en el Sáhara – Por el "cementerio", entre las dunas – Acampados en la frontera de Níger – El Rivoli y el árbol de la libertad – Médicos, diplomáticos y un millón – Un billete La Habana-Kingston-Lima – Blue Mountain y sus hierbas – Cuatro días de caña y ron – De Lima al Titicaca – El tren a Cuzco y un doctor Fausto – Cincuenta y dos horas y tres casetes – Pedro Navaja, Doris y el Chavalito – Otavalo y el milagro de los dólares – Una estancia entre dos barras.