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MEMORIAS ERRÁTICAS

Una estancia entre dos barras

Mentiría si dijera que conozco más la barra de ejercicios de ballet que la barra de los bares. Pero durante varios meses, la primera fue la única que frecuenté. Si Ecuador, como solían decir los viajeros que por allí pasaban, era un sanatorio, Otavalo era su mejor sala de recuperación.

Mentiría si dijera que conozco más la barra de ejercicios de ballet que la barra de los bares. Pero durante varios meses, la primera fue la única que frecuenté. Si Ecuador, como solían decir los viajeros que por allí pasaban, era un sanatorio, Otavalo era su mejor sala de recuperación.
Una campesina, con su llama en Otavalo (tomado de www.galapagos.net)
Nada turbaba la calma a sus 2.500 metros de altitud. Sólo el mercado dominical, que desplegaba entre los estilizados olmos de la plaza los productos de la tierra y la artesanía textil de los indígenas, revolucionaba la vida del pueblo. Acudían los extranjeros a darse una vuelta, y algunos nativos aprovechaban para "tomar", o sea, para beber. Al atardecer, las calles recogían en su lecho de piedras pulidas a los atacados por el trago; caían como fardos al suelo, y allí quedaban hasta que despertaban del sopor.
 
Carol, mi jefa, lamentaba aquellas escenas, que protagonizaban, según ella, los indígenas de los alrededores. Y es que no aguantaban ni un asalto con el alcohol. Los otavaleños eran de los pocos indígenas sudamericanos que habían sido capaces de labrarse una industria floreciente. Sus prendas de lana se vendían en todo el mundo. Las familias acomodadas ya no vestían las prendas tradicionales, un uniforme que incluía pantalón blanco para ellos, falda azul marino para ellas, y blusas y sombreros, cada sexo los suyos. Eso quedaba para los más rurales. Los otros se ponían jeans. Las largas trenzas en los hombres seguían, sin embargo, a la moda.
 
Eran justo las familias con más posibles las que formaban la clientela de la academia. Sus hijas iban allí a aprender inglés o ballet, que era lo que yo debía impartir. Antes de empezar el curso, había estado a punto de rajarme. Pero, pasado el pánico inicial, las clases fueron marchando. Plié, demi-plié, grand-plié, fondu, jeté… las chavalas se aplicaban como podían a los ejercicios de la barra, a los estiramientos en el suelo y a los primeros pasos del ballet. No era cosa de exigir demasiado.  
 
Carol, su marido y sus tres hijos vivían en el piso superior de la academia. La sala de ballet estaba en el bajo, y también había allí una habitación que se convertiría en mi dormitorio, a propuesta de la dueña. La rutina del trabajo a casa y de casa al trabajo es bienvenida cuando se lleva tiempo deambulando. Lo mismo que la vida retirada, de la que salía sólo para acompañar a Carol cuando, en su viejo Saab, iba a visitar familias del pueblo. Aunque yo prefería la compañía de la profesora de yoga, una ecuatoriana casada con un chileno a la que el círculo pueblerino se le estaba quedando pequeño. Tenía ganas de conocer mundo, de oír de otras tierras, otras gentes y otras costumbres.
 
Llegó el fin de curso y había que organizar una fiesta, cuyo plato fuerte era un ballet con las alumnas. No podía ser del todo clásico, pues a tanto no llegábamos ni yo ni las niñas. Para encontrar la música adecuada removimos los archivos sonoros de una emisora local. Y luego vino la peor parte: inventarse la coreografía. Nunca me pareció tan largo un minuto.
 
Carol cursó las invitaciones para los padres, y ahí me enteré de una costumbre de la tierra: había que convocar el acto con una hora de antelación. Todo el mundo sabía que las once eran las doce. Ataviadas con trajes de colores confeccionados por la propia directora, las alumnas hicieron lo que pudieron. Tuve la impresión de que algunas madres quedaron desconcertadas. Aquel ballet tenía poco de clásico. Llevaban razón. Por suerte, no lo había hecho con temas de Michael Jackson, como había sido mi primera ocurrencia.
 
Diego Manuel: RISA DE CABALLO 2 (detalle).Mi visado iba a expirar, el papeleo en Ecuador era de cuidado, y Carol pensó que me podía facilitar las cosas el cónsul español que había en un pueblo de Colombia, cerca de la frontera. Allí fui en la buseta de rigor. Pero lo único que me llevé de aquella excursión fue un susto con un perro, que quiso morderme las pantorillas. Por suerte, llevaba unas gruesas medias. Me recibió el cónsul, un hombre amable y con aire asustado, pero su cargo era honorario y no tenía arte ni parte en asuntos de visados. Unos abogados quiteños se harían cargo de la gestión. Lo que no sabía yo es que poco después me iba a quedar sin pasaporte.
 
La zona había atraído a otros norteamericanos. Al terminar el curso Carol me llevó a visitar a unos. La distancia era demasiado para el Saab, así que fuimos en autobús y luego a pie. Bajamos y subimos incontables colinas, mientras la noche se nos echaba encima. Mi jefa pensó que se había perdido y que tendríamos que pasar la noche al raso. Corrimos lo que pudimos y con algunos desperfectos llegamos por fin a la casa. Los que allí vivían tenían el aspecto de antiguos hippies que se habían tomado en serio lo de la vuelta a la naturaleza. Disponían de caballos, y por segunda vez en mi vida monté uno, el peor. Me pareció que abrigaba tan malas intenciones que opté por tirarme de él antes de que él me tirara.
 
Había otra americana afincada en el pueblo. Se llamaba Norah y vivía con un colombiano negro, Armando. Nos invitaron a la inauguración de su bar, que era un local pequeño, agradable y con buena música. Carol y su marido no eran de bares, pero yo me hice clienta. Acabada la temporada de la barra de ballet, me trasladé a la del bar, por donde empezaron a pasar los extranjeros que recalaban en el pueblo.
 
Allí me tropecé con un francés que era primo de otro que yo había conocido en Vigo. Como suele decirse, el mundo es un pañuelo. El francés aquel era un ex presidiario, y por el bar pasaban candidatos a dar con sus huesos en la cárcel. Como Renzo, que financiaba su vida viajera enviando cartas con pequeñas cantidades de cocaína a un amigo que la vendía en Italia. 
 
Volví por unos días a Atacames y me alojé en el Chavalito, que estaba en pleno apogeo. Extranjeros de toda procedencia ocupaban las cabañas del asturiano. Los franceses y los suizos francófonos, de los que había muchos, estaban "haciendo Suramérica", una expresión que en oídos españoles sonaba arrogante. Dos sudafricanos daban la vuelta al mundo y habían querido visitar el país por el que pasaba el paralelo cero. Había un lugar dedicado a la Misión Geodésica, con su Monumento Ecuatorial, que yo no había ido a ver. Desde mi status de afincada en Ecuador, miraba con superioridad a los que iban como las mariposas, de flor en flor pero sin tiempo para probar su néctar.
 
Pero también yo tendría que moverme más pronto que tarde. Se iba agotando el plazo de mi billete de vuelta. Me quedaban sólo unos cuantos meses en el continente. Me había hecho cargo de un curso de inglés en la academia, pero ¿regresaría a Europa sin haber visto más que Perú y Ecuador?
 
Un día aparecieron por el bar de Armando dos tipos singulares, un italiano y un español. Ambos llevaban siempre botas camperas, usaban coleta, lo que era una rareza entonces, y se trataban de don.
 
 
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