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Francisco Cabrillo

Las sedas de Barthelemy Laffemas

Entre las múltiples ideas disparatadas que nos han ofrecido algunos economistas en casi todas las épocas, las de los mercantilistas franceses ocupan, ciertamente, un lugar de privilegio. Todos ellos coinciden en defender un sistema económico proteccionista y regulado hasta los más mínimos detalles. Pero cada uno hizo su aportación peculiar. En el caso de Laffemas, la obsesión fue la producción de seda.
 
Barthélemy de Laffemas nació en 1545 y la mayor parte de su vida estuvo al servicio de Enrique de Navarra, quien llegaría a rey con el nombre de Enrique IV y moriría asesinado el año 1610. Con él llegó a desempeñar el importante puesto de Inspector General de Comercio. Y, en este cargo, intentó regular el comercio exterior con la preocupación permanente de conseguir que entraran en Francia metales preciosos. Convencido de que Francia tenía unas condiciones naturales excepcionales para el cultivo del gusano de seda, en 1596 decidió que la mejor forma de conseguir que en su país se desarrollara esta industria era prohibir la introducción de todas las manufacturas de seda extranjeras.
 
Si se hubiera limitado a esto, habría cometido, sin duda, un disparate; pero no habría ido más allá de tantos y tantos ministros de la época. Laffemas, sin embargo, quería algo más. Y, entre 1601 y 1604 publicó una serie de folletos sobre el cultivo de las moreras y la crianza del gusano de seda. Consiguió convencer al rey para que gastara una gran cantidad de dinero en promover estos cultivos; y todo fracaso era para él el resultado de alguna conspiración de los mercaderes extranjeros y los importadores nacionales, traidores al reino. Indignado por la falta de entusiasmo de sus compatriotas por la producción de seda, tituló uno de sus folletos de la forma siguiente: El beneficio natural y admirable de la morera, que los franceses no han sabido todavía reconocer, con el permiso para sembrarla y cultivarla. Y no olvidó señalar que el beneficio económico era sólo una de las múltiples ventajas de desarrollar este cultivo. En su opinión, las moreras tenían grandes propiedades medicinales. Servían para curar dolores de muelas, problemas de estómago, y quemaduras; sin contar que, además, eran útiles para ahuyentar insectos y permitían obtener antídotos contra los venenos.
 
Ni siquiera la poderosa Iglesia de Francia se libró de su obsesión. El mismo año de su folleto sobre los beneficios de las moreras, publicó otro escrito titulado, esta vez, Institución de la plantación de moreras por los Sres miembros del clero, en el que insistía en la conveniencia de que todos los conventos y monasterios de Francia plantaran moreras en sus tierras. No parece que el clero quedara muy convencido, sin embargo; y, con mucho más sentido común que el Inspector General de Comercio, hizo todo lo posible para que tan disparatados planes no salieran adelante.
 
Murió Laffemas en 1612, sólo dos años después que el rey al que había servido con entusiasmo. Su hijo llegó escribir que el cielo había favorecido a su padre, al permitirle vivir junto a un monarca como él. Es explicable que un hijo exalte la figura de su padre y del rey que lo protegió. Pero resulta sorprendente que, desde el principio, Laffemas no pasara a la historia como un gobernante absurdo, cuyas ideas nunca deberían de haberse tomado en serio. Pero, ya en el siglo XIX, en las páginas de su Biografía Universal, Weiss fue capaz de escribir lo siguiente: “ Fue uno de esos raros ciudadanos que, en los grandes Estados, consagran su vida al bien público, y cuyas ideas útiles, pero mal entendidas por sus contemporáneos, deberían merecer la estima de la posteridad”. Aunque cueste creerlo, con estas palabras Weiss describía a Barthélemy de Laffemas.

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