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Libia y la guerra inmaculada

Lo grave es que los políticos se aventuren en una guerra sin contemplar la idea de una victoria. Obrando así sólo puede acabarse en la derrota.

Karl von Clauswitz, el teórico realista de la guerra, dijo que ésta era la continuación de la política por otros medios. Era cierto si por política entendíamos la voluntad de un rey despótico, ilustrado o no, que mandaba con férreo control sobre sus ejércitos y sobre sus súbditos. Pero antes de Clausewitz, la guerra era un asunto desbordante de pasiones donde no siempre los fines racionales se ajustaban a los medios empleados. Y a veces ni siquiera estaban presentes esos objetivos lógicos a alcanzar.

Las guerras contemporáneas tampoco parecen obedecer el dictum del teórico prusiano. Con la lógica en la mano, la sangrienta división de Yugoslavia no hubiera sucedido. Ni la subsiguiente intervención de la OTAN para librar a Kosovo de una supuesta limpieza étnica a manos de las tropas serbias. Pero, como sabemos, la lógica tuvo poco que ver en ambos casos donde las pasiones identitarias de unos y las necesidades psicológicas de los aliados pesaron más que cualquier otro elemento.

Libia no es diferente ahora. La noción de que es la ayuda humanitaria y la protección de los débiles lo que está en la base de los ataques de los alijados es pura fantasía o ingenuidad. Lo que se hace en Libia gustosamente no se está dispuesto a repetir en otros lugares donde la población civil está claramente desprotegida y a merced de la voluntad de sus tiranos de turno, desde Siria e Irán a muchos lugares de Africa. Y cuando un concepto no es generalizable, no sirve combo doctrina de partida.

Hasta cierto punto, no obstante, Clausewitz tenía razón: la guerra de Libia es la continuación de la política, solo que de la doméstica de Sarkozy. El presidente de Francia ha actuado basado en dos consideraciones. Una, que el uso de la fuerza le devolvería un lustre de liderazgo que las encuestas le daban por perdido; y dos, que quedaría mejor ante su mujer y el círculo de izquierdistas intervencionistas que la rodean y que con ella se han instalado en el Elíseo. Pero todo eso no es suficiente justificación para activar nuestra maquinaria de guerra. O no debería serlo.

Eso que se dice que es el objetivo no declarado de este conflicto, el cambio de régimen, tampoco es un objetivo per se. ¿Por qué ahora y para qué quitarse a Gadafi de en medio? Cierto, por un lado está el contexto de las revueltas que sacuden al islam, pero nadie sabía nada de quiénes eran los rebeldes anti-Gadafi. Y, de hecho, hay muchas dudas sobre ellos, sus planes y el futuro de una Libia en sus manos.

Fue otro galo, Napoleón, quien dijo "on s´engage, et apres on voi". Esto es, primero uno se mete y luego ya se verá. Pero el pequeño Napoleón que quiere ser Sarkozy no ha calculado bien su apuesta: para dar ejemplo acabando con Gadafi bien puede acabar con Gadafi plácidamente instalado en Trípoli, lo que significará más inestabilidad y terrorismo y los rebeldes en la Cirenaica –más islamismo y terrorismo también–. Y los demás, incluida la OTAN, al son de su baile miope y personal.

Los aviones de la OTAN están en una situación tan risible como imposible. Sus líderes políticos le han dado dos alternativas un bellum interruptus donde no se puede matar más allá de lo debido, que es bien poco, y un bellum imaculatus donde no se puede matar a casi nadie, ni buenos ni malos –porque eso desgracia nuestras conciencias–, ni morir en el intento, por supuesto.

En realidad, lo grave es que los políticos se aventuren en una guerra sin contemplar la idea de una victoria. Obrando así sólo puede acabarse en la derrota.

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