Es indudable que la pretensión, recientemente abandonada, del ministro Wert de elevar los requisitos académicos para acceder a una matrícula gratuita en la universidad no sólo era coherente con el programa educativo del PP, sino que además respondía a la necesidad de restaurar la cultura del esfuerzo y de la excelencia, sin la cual la educación deja de ser palanca para el progreso y la movilidad social. No es menos cierto, sin embargo, que Wert no deja de ser un ministro de un Gobierno presidido por Mariano Rajoy, cuyo carácter nos condena a no ver ejecutada una sola reforma que conlleve tener que enfrentarse políticamente a los que no votaron a su partido.
De la misma forma que la renuencia de Rajoy a la hora de hacer cumplir la ley a los nacionalistas condena al fracaso la pretensión de Wert de que haya catalanes que puedan escolarizar a sus hijos en castellano, estaba cantado que la renuencia de Rajoy a saltar a la arena política para rebatir la demagogia que ha degradado nuestra educación condenaría a Wert a tener que aceptar, con muy ligeros maquillajes, los bajísimos niveles de exigencia académica que regían en tiempos de Zapatero.
Frente a críticas tan rebatibles y preñadas de falsedades y demagogia como las que ha estado recibiendo su ministro, Rajoy ha mantenido un absoluto mutismo, que sólo ha roto para salirse por la tangente, tal y como hizo hace pocos días cuando dijo a Rubalcaba que el "mayor recorte social" es el paro que dejó Zapatero y que el Gobierno del PP sólo pretende "corregir el déficit público, crecer y crear empleo".
No voy yo a negar que el paro suponga, ciertamente, un decisivo "recorte social"; ni que la educación sea esencial, entre otras cosas, para poder encontrar un empleo. Pero se supone que el presidente debería haber entrado al fondo de una cuestión que tiene un aspecto contable y otro que es esencialmente pedagógico. Rajoy, sin embargo, dio muestras de que carece de toda convicción y entusiasmo por elevar el nivel de exigencia académica, y por ello se mostró completamente acomplejado a la hora de defender que sólo deban aprovecharse totalmente del dinero del contribuyente aquellos alumnos que obtengan mejores notas. Rajoy, sencillamente, renuncia siempre a hacer pedagogía política y a librar la batalla de las ideas. Se comporta como un funcionario, como el registrador de la propiedad que sigue siendo, pero no como un político dispuesto a vender con convicción y entusiasmo sus ideas.
Por otra parte, Rajoy no está para dar muchas lecciones en lo que a paro y endeudamiento se refiere, asignaturas en las que está sacando notas aun más desastrosas que las que obtuvo Zapatero. De hecho, los falsos logros de Rajoy respecto del déficit ilustran la degradación que ha sufrido la enseñanza en su empeño de ampliar el número de aprobados mediante un mayor gasto y un cada vez menor nivel de exigencia: así, Rajoy se ha pasado lo que lleva de presidente relajando paulatinamente los objetivos de reducción del déficit, objetivos que, para colmo, no ha alcanzado. Sin embargo, habla como si hubiese logrado el aprobado en esta materia. Y lo mismo ha hecho con el aprobado general que ha dado a las autonomías con tal de no suspenderlas.
Así que, mientras tengamos a un presidente tan renuente al enfrentamiento político con los beneficiarios del statu quo, vayámonos olvidando de auténticas reformas, también en el terreno educativo.

