Jorge VI es uno de los soberanos británicos menos conocidos en España. Tampoco es que sus antecesores sean escandalosamente populares, pero, gracias sobre todo al cine y la televisión, Enrique VIII, la reina Victoria, Isabel I o Ricardo Corazón de León nos resultan algo más familiares, por muy distorsionados que sean a veces los retratos que de ellos se hacen. Jorge VI, padre de la actual soberana, Isabel II, es prácticamente un desconocido entre nosotros, apenas un personaje secundario en filmes sobre la Segunda Guerra Mundial o sobre su infinitamente más famoso hermano, el duque de Windsor. Pues bien, igual la cinta de Tom Hooper contribuye a que cambien algo las cosas. Voy a tratar de aportar mi granito de arena.
Alberto Federico Arturo Jorge, segundo de los cinco hijos de Jorge V y María, nació el 14 de diciembre de 1895 en York Cottage, en la finca real de Sandringham. Se le bautizó con el nombre de Alberto en honor a su bisabuelo, Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, esposo de la reina Victoria, la cual al parecer no acogió con especial alegría el nacimiento de nuestro hombre: y es que el pobre tuvo la mala fortuna –la primera de muchas– de nacer el día del aniversario del fallecimiento del idolatrado Príncipe Consorte. Para complacerla, el padre de la criatura propuso que llevara el nombre del difunto; no es que la anciana soberana no cupiera en sí de alegría, pero el detalle sirvió para animarla un poco y que le tuviera menos tirria al chico.
Alberto (Bertie para la familia) fue siempre el patito feo. Pronto manifestó problemas físicos y de salud: estaba desnutrido, tenía las piernas zambas, tics nerviosos y problemas digestivos. Además, padecía una extrema timidez y un tartamudeo que le acompañó, en mayor o menor grado, el resto de su vida. A ver quién se sorprende: a Bertie, vivir a la sombra de dos personalidades tan fuertes y distintas de la suya no hacía sino volverle más y más inseguro, torpe y enfermizo. Su hermano Eduardo (o David, como le llamaban los íntimos) tenía todo de lo que a él, al parecer, le faltaba: encanto, atractivo, confianza en sí mismo, habilidad en los deportes, popularidad... Pese a que, sin duda, quería a su hermano, a veces se burlaba de él de forma cruel. En realidad, era lo que hoy llamaríamos un pijazo con bastante mala sombra. Su padre, que seguía el simpático criterio pedagógico de inspirar en sus hijos el mismo temor reverencial que le inspirara en tiempos el suyo (Eduardo VII), ayudaba poco, con sus maneras bruscas y su poca paciencia, a que ganara confianza. Además, sus vástagos tenían que seguir sus pasos fielmente: así que todos cazaban, todos coleccionaban sellos y todos debían hacer carrera en la Marina.
En 1909, con trece años, Alberto ingresó como cadete en la Escuela Naval de Osborne, donde su hermano llevaba ya dos años. Al año siguiente su padre subió al trono y se convirtió en Jorge V, con lo que él pasó a ser el segundo en la línea de sucesión, tras Eduardo. Osborne, un antiguo palacio que la reina Victoria había hecho construir en la isla de Wight como residencia estival, no entusiasmó al pobre Bertie: era un estudiante mediocre, y en los exámenes acabó el último de su promoción. En la Escuela Naval de Dartmouth tampoco destacó. Finalmente, ingresó en la Armada... y no le fue mejor: padecía frecuentes gastritis... ¡y se mareaba al navegar! Ahora bien, cuando le tocó ponerse a prueba, nada menos que en la Batalla de Jutlandia, la mayor batalla naval de la Primera Guerra Mundial, no hizo mal papel. Poco después, y dado que se agravaron sus problemas de salud, fue transferido a la Fuerza Aérea, donde sirvió en puestos de despacho, lejos del frente.
En 1917 tuvo lugar un acontecimiento clave para toda la familia y para el mismo Imperio Británico: el rey Jorge decidió cambiar el nombre de la dinastía: Sajonia-Coburgo-Gotha, tan germánico y poco adecuado en plena guerra, por el eminentemente británico de Windsor. Además, aquél renunció, para sí y para toda la Casa ("la Empresa", la llamaba él), a todos los títulos, rangos, distinciones y honores alemanes. Estos cambios agradaron a la población, que aborrecía todo lo que le recordara en lo más mínimo a los odiados hunos. Como muestra de lo alterados que andaban los ánimos por Gran Bretaña, señalaremos que numerosos dueños de perros salchicha fueron agredidos, ante la sospecha de que simpatizaban con el enemigo.
El papel de la Familia Real durante la contienda fue, en general, ejemplar. La conducta de sus padres sirvió de guía a Bertie, ya convertido en Jorge VI, durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero volvamos a la Primera. Una vez finalizada, nuestro hombre ingresó en el Trinity College de Cambridge, donde se dedicó, fundamentalmente, a hacer el gamberrete y pasarlo bien. En 1920 su padre le otorgó el título de Duque de York.
En 1923 tomó la que posiblemente fue la mejor decisión de su vida: casarse con lady Isabel Bowes-Lyon, hija de un conde escocés. Isabel fue para él representante, secretaria, relaciones públicas, consejera, amiga, compañera fiel... Le ayudó a superar muchos de sus problemas, como el del tartamudeo y el miedo a hablar en público; a tal fin, le animó a visitar a diversos especialistas: fue Lionel Logue, un excéntrico terapeuta australiano, quien dio por fin con el enfoque, el tratamiento correcto. Pese a las inevitables licencias dramáticas, la relación entre Logue y Jorge VI está muy bien tratada en la película de Hooper; excelente película, por si no lo he dicho antes.
Alberto, Isabel y sus dos hijas (Isabel y Margarita) formaban la perfecta familia británica. Muy queridos por la población, su modélica (y aburrida) vida doméstica contrastaba enormemente con la que llevaba el príncipe de Gales: aficionado a las fiestas, el lujo, el juego y, sobre todo, a las mujeres casadas, su conducta era motivo de gran preocupación para su padre. Al final de sus días, Jorge V anhelaba que fuera su segundo hijo quien, pese a sus deficiencias, heredara la corona. Llegó a desear que Eduardo nunca se casara ni tuviera hijos, para que así nada se interpusiera entre Bertie, su querida y mimada nieta Isabel y el trono. La relación de Eduardo con una divorciada estadounidense de dudosa reputación, Wallis Warfield Simpson, le inquietaba especialmente; su hijo era el príncipe de Gales más popular de la historia, y aun así parecía decidido a echarlo todo por la borda por "esa mujer", como la llamaba siempre la duquesa de York. Poco antes de su muerte, el Rey vaticinó: "Cuando yo muera, el chico no aguantará ni doce meses".
Por no aguantar, no aguantó ni once. Jorge V falleció en Sandringham el 20 de enero de 1936, y Eduardo VIII, decidido a casarse con la Sra. Simpson, abdicó el 11 de diciembre de ese mismo año, sin haber llegado siquiera a ser coronado.
Con enorme pavor, Alberto se vio haciendo frente a lo que siempre había temido: el trono. La reina Isabel y su suegra, la reina María, estaban espantadas: el Rey de Inglaterra había abandonado su deber por una mujer. La población se sentía abandonada y defraudada. ¿Estaría Alberto a la altura de las circunstancias? No lo parecía, en absoluto. La imagen de la Corona se hundió hasta cotas abisales.
El nuevo soberano eligió el nombre de Jorge VI en honor a su padre, para ofrecer una imagen de continuidad dinástica y restaurar la confianza en la monarquía. Fue coronado en Westminster el 12 de mayo del 36, fecha prevista para la coronación de su hermano. El escritor Evelyn Waugh auguró que aquél sería uno de los reinados más desastrosos de la historia de la nación, y los funestos acontecimientos que se sucedieron parecían darle la razón: los ignominiosos Acuerdos de Múnich, la Segunda Guerra Mundial, el dominio soviético sobre media Europa, la dura posguerra, la pérdida de la India, el fin del Imperio... Demasiado para un rey bienintencionado, tímido, inseguro, ingenuo, lleno de idealismo y partidario del apaciguamiento.
Es sorprendente lo mucho que, pese a todo, tenía en común con su padre: ambos eran segundones que, en principio, no tenían que haber llegado al trono; sirvieron en la Armada; vivieron sendas guerras mundiales; se casaron con mujeres de fuerte personalidad que fueron decisivas para reforzar la imagen de la monarquía en los tiempos difíciles que les tocó vivir; fueron admirados por su pueblo por su sentido del deber y eran demasiado idealistas y proclives a políticas de consenso que evitaran los conflictos. Pero a veces los conflictos son inevitables, como predijo Churchill, si bien pocos quisieron escucharle.
La opinión pública y el propio Jorge VI apoyaron la política de conciliación del Gobierno Chamberlain. Cuando éste regresó de Múnich, tras la firma de los indecentes acuerdos, el Rey le invitó a saludar a la multitud que se había congregado en Buckingham. Aquello era no sólo insólito (nunca antes un plebeyo había sido invitado a aparecer allí, en el real balcón, junto a los monarcas), sino inconstitucional: el Rey no podía mostrar jamás favoritismo político alguno, y con ese gesto indicaba inequívocamente que apoyaba la firma de los Acuerdos. Independientemente de que éstos fueran la solución acertada o no (que no lo eran), habían sido cuestionados por la oposición, y ni siquiera se habían presentado aún ante el Parlamento.
Por suerte, durante la guerra Jorge VI no tuvo como premier a Chamberlain, sino a Churchill, con el que forjó una extraordinaria alianza. En un principio, el Rey no estaba muy conforme con que éste fuera el elegido para formar gobierno, pues era de los pocos que habían apoyado a Eduardo VIII durante la crisis de la abdicación; pero ambos eran demasiado responsables y profesionales como para permitir que aquello afectara a la nación, especialmente en esas terribles circunstancias. Al final, el monarca acabó entusiasmado con su jefe de Gobierno, al que siempre agradeció su labor durante la guerra. Resulta curioso que dos personalidades tan distintas acabaran entendiéndose tan bien. Tal vez la clave estuviera en que el Rey, en todo momento, fue consciente de su papel secundario. No hubo celos, intrigas ni camarillas, sino una relación sincera y un esfuerzo común por conducir el país a la victoria.
Jorge VI dio lo mejor de sí mismo durante la guerra. Demostró poseer no sólo el sentido del deber característico de la Casa de Windsor (corramos un tupido velo sobre las ilustres excepciones, o no acabaríamos jamás), sino un valor y una dedicación extraordinarios, que le hacían sobreponerse a su timidez, a su inseguridad e incluso a su tartamudez. Junto con su mujer, se negó a abandonar Londres durante el Blitz (no cambió de opinión ni siquiera cuando dos bombas cayeron en pleno Buckingham), insistió en tener una cartilla de racionamiento como sus súbditos y visitó refugios subterráneos, hospitales e infinidad de zonas devastadas por los bombardeos. Su labor para levantar la moral de la población contribuyó decisivamente a la victoria final.
El pueblo quería a los Reyes, sentía que comprendían y compartían su sufrimiento; por eso el 8 de mayo de 1945, el Día de la Victoria, una multitud se congregó espontáneamente ante el palacio de Buckingham para celebrar el fin de la pesadilla. Junto a ellos se hallaba, como en 1938, un primer ministro, pero esta vez con todo merecimiento: Jorge VI quiso compartir aquel momento con el hombre que lo había hecho posible, Winston Churchill.
Tras la guerra se sucedieron los disgustos para el monarca. Churchill fue derrotado en las elecciones por los laboristas, que adoptaron una serie de medidas que para nada eran del agrado de Su Majestad: nacionalizaciones, impuestos, la independencia de la India... Jorge VI no se mostró, en sus últimos años, muy optimista respecto al futuro de la monarquía; creía que incluso él, con toda su popularidad, podía perder el trono en un plazo relativamente breve de tiempo.
Su salud, ya de por sí débil, se deterioró rápidamente tras el esfuerzo de los últimos años. En 1949 hubo de ser intervenido en una pierna debido a la arterioesclerosis, y en 1951 le extirparon el pulmón izquierdo: padecía cáncer, para el que no había recibido el tratamiento adecuado (su médico personal era homeópata). Tras una breve recuperación, Jorge VI falleció en Sandringham, mientras dormía, el 6 de febrero de 1952, de una trombosis coronaria. Fue enterrado en la capilla de San Jorge del castillo de Windsor.
Jorge VI no fue, desde luego, el monarca más brillante ni el más popular de la historia del Reino Unido. Cometió errores, y tenía numerosos defectos: era inculto, le gustaba el humor grueso, tenía una memoria extraordinaria para recordar los fallos ajenos, era proclive a los estallidos de ira. Sin embargo, también era un hombre recto, sincero, capaz de poner el interés nacional por encima del suyo propio. En una escena de El discurso del Rey, Alberto pregunta para qué sirve un monarca, dónde reside su poder: "En que la nación cree que cuando hablo, hablo por ella", se responde a sí mismo. Sin duda, y pese a las dificultades, supo ser la voz de su pueblo.