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GRANDES BATALLAS

Nördlingen: el Tercio invencible

El 23 de mayo de 1618, a primera hora de la mañana, cuatro hombres salieron despedidos por una de las ventanas del Castillo de Praga. No eran unos vulgares intrusos, sino los emisarios del emperador en Bohemia, tres aristócratas de alcurnia y un escriba que los acompañaba para tomar nota de cuanto ocurriese. Lo que el escriba no podía imaginar es que aquella importante reunión iba a terminar así, con él y sus compañeros sobre un montón de estiércol, para mofa y befa de los parroquianos.


	El 23 de mayo de 1618, a primera hora de la mañana, cuatro hombres salieron despedidos por una de las ventanas del Castillo de Praga. No eran unos vulgares intrusos, sino los emisarios del emperador en Bohemia, tres aristócratas de alcurnia y un escriba que los acompañaba para tomar nota de cuanto ocurriese. Lo que el escriba no podía imaginar es que aquella importante reunión iba a terminar así, con él y sus compañeros sobre un montón de estiércol, para mofa y befa de los parroquianos.

La noticia de la infamante expulsión no tardó en llegar a Viena, donde paraba el afrentado emperador Fernando II de Habsburgo, católico a machamartillo y persuadido de que sobre él recaía la misión histórica de detener el avance del protestantismo. Este Fernando era, además, primo y aliado preferente del rey de España, Felipe III, quien, a diferencia de su padre y tocayo, era hedonista, pacífico y poco amigo de meterse en líos. Felipe reinaba sobre el mayor imperio que jamás había conocido el mundo. Desde la unión con Portugal, en sus dominios nunca anochecía. Los siete mares y continentes enteros como América eran de su entera propiedad; en otros, su poder era tan incontestable que nadie se atrevía a desafiarle.

Los años de Felipe III fueron los de la llamada Pax Hispanica, apenas dos décadas en las que apenas hubo guerras en Europa porque el poder de España era tan apabullante que su sola mención disuadía a los revoltosos. La paz de los españoles acabó bruscamente aquel día de mayo de 1618. El emperador la emprendió contra los protestantes en Bohemia y, poco a poco, fueron encendiéndose una a una todas las mechas de la discordia. La Guerra de los Treinta Años acababa de empezar.

Los católicos se las veían muy felices sabiendo que su padrino español no tardaría en socorrerles tanto en el aspecto financiero –el imperio de Fernando II estaba en la ruina– como en el militar, gracias a la cantidad y calidad de tropas que España tenía desperdigadas por media Europa. Los protestantes encontraron protección en Suecia, un reino reformado, que, desde el lejano norte, aspiraba a construirse un pequeño imperio a costa de los luteranos alemanes.

La ofensiva sueca, acaudillada en persona por su rey, Gustavo II Adolfo, fue rápida y vigorosa. En pocos años se adueñaron de todo el norte de Alemania, aseguraron la línea del Oder manteniendo a raya a polacos y lituanos y descendieron por el valle del Elba hasta la misma Baviera, corazón de la Alemania católica. Al rey de España –ya Felipe IV porque el tercero había pasado a mejor vida–, que los suecos enredasen por el Báltico le era indiferente. Otra cosa es que se plantasen en el mismo lago Constanza, donde operaba una escuadrilla española, a un paso de los puertos alpinos y del llamado Camino Español, una ruta que iba de Holanda al Milanesado y por la que el rey trasegaba tropas, dineros y mercancías.

En 1632 los suecos ocuparon Múnich mientras las tropas imperiales cedían en todos los frentes. Había que actuar urgentemente antes de que el Imperio se derrumbase. Felipe IV encargó a su hermano, el cardenal-infante Fernando de Austria, que armase un ejército en Milán formado por tercios viejos, soldados españoles con experiencia, para que cruzase los Alpes y fuese liberando las plazas fuertes tomadas por los rebeldes. La columna iría recogiendo todos los regimientos españoles que se encontrase por el camino. El final de la expedición sería Holanda, donde los incordiosos protestantes locales habían vuelto a sublevarse.

A finales del verano de 1634, tras franquear los Alpes y el valle del Danubio, el ejército imperial, compuesto ya por 20.000 infantes, 10.000 jinetes y más de 30 cañones, se topó con la ciudad imperial de Nördlingen, en el norte de Baviera. Dentro se había hecho fuerte un grupo de unos 5.000 luteranos que esperaba la llegada del ejército sueco. El cardenal-infante se vio ante la disyuntiva de sortear la ciudad y seguir hacia el norte o arrebatársela a los sediciosos y prepararse para la embestida del combinado sueco-sajón, capitaneado por el mariscal Gustav Horn y Bernardo de Sajonia. No es necesario precisar que, españolía obliga, se decidió por lo segundo, aunque no pudo completar la primera parte de la operación. Cuando se disponía a sitiar Nördlingen, le informaron de que los suecos ya estaban allí. A toda prisa, Fernando abandonó la ciudad y buscó un emplazamiento adecuado para una batalla de auténtico exterminio. Suecos y españoles, dos pueblos a los que la geografía había colocado en extremos opuestos de Europa, se iban a desollar en un olvidado rincón de la Alemania central por un asuntillo menor de religión y uno mayor de hegemonía.

Como buen sueco, Horn despreciaba a los españoles, a los que calificaba de "desarrapados soldados" de un imperio en decadencia. Lo suyo es que hubiese entrado en Nördlingen con sus tropas de refresco y, al abrigo de sus murallas, plantara cara al español. Pero no: cegado por las fáciles victorias que había cosechado frente a los ejércitos del emperador, fue directo al encuentro con los españoles. Además de prejuicioso y precipitado, Horn no calculó bien cuántos enemigos tenía delante. Mal informado por sus espías, creyó que la hueste imperial no pasaba de 5.000 desmotivados, fatigados y, naturalmente, desarrapados españoles.

Por su parte, el hermano del rey supo ver el alcance de la batalla y dispuso sus tropas a las afueras de la ciudad, repartidas por varias colinas, con las unidades de apoyo, bávaros y croatas, en su retaguardia. En el cerro principal, la colina de Albuch, situó tres bastiones; la llenó de infantes españoles, que, como es bien sabido, no se rinden jamás. Todo pasaba por aquella estratégica colina. La noche previa al combate, mientras planeaban la estrategia en la tienda, uno de los generales españoles, el marqués de Grana, se dirigió al resto del Estado Mayor con estas palabras:

Señores, en esta batalla nos van muchos reinos y provincias, y así, con licencia de Su Majestad y de Su Alteza Real, diré lo que siento: el peso de la batalla ha de ser en lo alto de aquella colina y de los tercios que están en ella; será necesario enviar allí un tercio de españoles e irle socorriendo con más gente según vaya siendo preciso.

Fue tal cual había previsto Grana. Los suecos salieron como de toriles a pasar por encima de los imperiales, que se habían colocado a la defensiva. Los españoles ocupaban el Albuch, mientras que sus aliados bávaros se quedaron en el llano asistidos por el tercio del marqués de Leganés, que se había encaramado en la colina de Schönefeld. Las tropas del llano eran el cebo. Dejarían que los rebeldes se desfondasen con ellos para, cuando estuviese la fruta madura, bajasen los españoles de los cerros a recogerla.

Horn, soberbio pero no tonto, advirtió la trampa y atacó la colina principal. Allí esperaba el guipuzcoano Martín de Idiáquez con sus hombres. Fue entonces cuando el prepotente nórdico pudo comprobar lo decadentes que podían llegar a ser los españoles que tanto menospreciaba. Hasta catorce cargas envió colina arriba con lo mejor de su ejército, que había, literalmente, sitiado la colina. Mermado de apoyos, a Idiáquez no le quedaba otra que improvisar sobre la marcha, un arte este que a los españoles siempre se nos ha dado muy bien. Se dirigió a los suyos y les dijo con vehemencia:

Señores, parece que estos demonios sin Dios nos quieren dar la puntilla, y contra nosotros viene lo mejor que pueden poner en el campo, será cuestión de echarle redaños y aguantar firme. Cuando esos demonios amarillos se dejen ver, no quiero que ninguno desfallezca, aguantad firmes ante ellos y esperad a oír la detonación de sus mosquetes, en ese momento todo el mundo a tierra.

Cada vez que disparaban los suecos, los españoles se echaban ordenadamente sobre la maleza, burlando así las balas, para desesperación de los atacantes. En la última carga Idiáquez se tenía guardado otro as en la manga. Según los suecos terminasen de disparar, los españoles se levantarían, harían fuego con sus arcabuces y se lanzarían sobre el enemigo cuchillo en mano al consabido grito de "¡Santiago!". Mano de santo. Los de Horn, impresionados por el alarde compostelano del tercio de Idiáquez, se replegaron primero y luego echaron a correr cuesta abajo.

El ejército rebelde se descompuso también en el llano. Bernardo de Sajonia intentó contraatacar, pero fue en vano. El cardenal-infante sobrepasó la línea de frente a solas en su caballo y, agitando su sombrero, animó a las tropas a cargar sobre el enemigo. Los suecos y sus aliados rompieron la formación hostigados por los tercios, que los iban dando caza como a ratones. Horn fue apresado, y con él 6.000 soldados y toda la artillería. Casi la mitad del ejército luterano había muerto, el restó huyó desorganizadamente en dirección a Heilbronn.

Algo parecido a lo que tuvieron que hacer los suecos en toda Alemania. Regresaron a las costas del Báltico a lamerse las heridas y nunca más volvieron a enfrentarse en el campo de batalla con los españoles, esos señores de la guerra que llevaban más de cien años encadenando victorias. Los Tercios eran invencibles... o al menos eso es lo que se creía. 

 

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