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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Alipori

Alipori es una palabra que fue muy usada por el maestro Campmany y que significa "vergüenza ajena". Pasé el fin de semana en mi ciudad, Barcelona, para ver a mis hijas. Con toda inocencia, entré en un supermercado de barrio a comprar algunas cosas. Como conozco el sitio, y a los propietarios, y sé de qué pie cojean, cuando llegué a la caja dije "Bon dia", en catalán.

Alipori es una palabra que fue muy usada por el maestro Campmany y que significa "vergüenza ajena". Pasé el fin de semana en mi ciudad, Barcelona, para ver a mis hijas. Con toda inocencia, entré en un supermercado de barrio a comprar algunas cosas. Como conozco el sitio, y a los propietarios, y sé de qué pie cojean, cuando llegué a la caja dije "Bon dia", en catalán.
La empleada, a la que nunca había visto, me respondió: "Bon dia". Y añadió, en un español perfecto y con acento eslavo: "Es todo lo que puedo decirle, porque todavía no he aprendido el catalán. Discúlpeme". "No, no, quien debe disculparse soy yo".
 
Me sentí absolutamente miserable: el alipori me hizo subir los colores. La chica era polaca y llevaba unos días en Barcelona. Por supuesto, había venido a España y se había encontrado con la sorpresa. Esto me llevó a una reflexión acerca de las identidades colectivas, asunto que siempre me atañe de manera especial porque poseo varias y me las arreglo con todas; salvo cuando me atribuyen una.
 
Vivo perfectamente siendo argentino en España, catalán o gallego en Madrid, extranjero integrado en Cataluña, gallego en Buenos Aires y porteño en el resto de Argentina. Así ha sido mi vida, repartida entre dos países, unas cuantas ciudades, al menos tres lenguas de las que disfruto y un acento que suscita dudas. Pero sé perfectamente lo que sucede en la cabeza de quien me dice en cualquier parte: "¿Usted es argentino?", o "¿usted es español?", o "¿usted es catalán?".
 
Si acepto que soy argentino, sé que en la mollera de mi contendiente aparece una serie de imágenes que me producen alipori: Evita, Maradona, militares desaparecedores, corralito (estos días, sobre todo, corralito). Si acepto que soy español, tres cuartos de lo mismo: guerra civil, Felipe González, Franco. En caso de reconocerme catalán, soy consciente de que se me atribuye nacionalismo, intolerancia, desprecio por los españoles en general, y una mezcla de desenfreno político y mezquindad económica: me pongo rojo al instante, en cuanto lo pienso. Con la gorra de gallego, como dice mi amigo Antonio, sé que suscito el recuerdo del silencioso Rajoy y, a la vez, sin distinción, el del locuaz Pepiño, que para colmo es de Palas de Rey, como mi padre; si no se les ocurre decir: "Como el Caudillo".
 
Me encantaría disponer de una identidad colectiva apetecible, pero he llegado a la conclusión de que no existe. He considerado la posibilidad de aprender sueco y fingir acento escandinavo, pero he terminado por comprender que todo el mundo mira a un varón sueco con desconfianza (porque se le cree libertino) y desdén (porque se da por hecho que está dominado por las mujeres o, decididamente, nació cornudo). Francés: imposible porque no podría pasar por tal en Francia, y fuera de Francia nadie quiere a los franceses (por sucios, por falsos y, como los suecos, por cornudos: francesas y suecas son cuenta aparte, pero tampoco deben de tenerlo fácil). Alemán, desde luego que no: enseguida se le ve a uno el bigotito y la onda sobre la frente; y nadie yerra en eso jamás, a nadie le acude a las mientes Kant, ni Beethoven, ni Tomas Mann.
 
Ser ruso es decididamente un error: bajo la piel de oso o la sotana de los popes ortodoxos sigue habiendo comunistas. O, como decía Malraux, tártaros. Es cierto que es peor ser americano, aunque tengo un yerno de Minnesota y juro que es un buen tipo, que jamás ha arrojado una bomba atómica ni ha ido a Irak ni ha derrocado a Allende: es demasiado joven para eso, en 1973 ni siquiera había nacido, pero carga con el pecado.
 
Sí, me parece que es la peor identidad colectiva posible: todo americano ha perseguido rojos en Hollywood (hasta hoy mismo), ha sentado a los Rosenberg en la silla eléctrica (no importa que realmente fuesen espías soviéticos) y ha gozado de las imágenes de la destrucción nuclear (aunque no haya sucedido nada después de Hiroshima y Nagasaki, y Fraga haya sobrevivido largamente a la contaminación de Palomares). Los americanos son (añada usted lo que le pase por la cabeza, de satán para arriba).
 
¿Italiano? ¡Dios mío! ¡Si lo peor que se pueda imaginar de los italianos se le supone, multiplicado, a todo argentino! ¡Sería aumentar la carga! ¿Griego? ¿Qué griego? ¿Efebo socrático o ateniense de hoy? La mayor parte de los atenienses de hoy, apenas puesto un pie en el extranjero, corren el riesgo de que un catalán, por ejemplo, les endilgue al verles: "¿Vosté es turc?". Alipori ad infinitum. Por no hablar de la posibilidad de que tope con un argentino que, sin preguntar nada, le suelte un cariñoso: "Che, turquito".
 
Entonces, ¿en qué radica la tragedia, si casi nadie en el mundo quiere que se le atribuyan determinados caracteres? En que casi todo el mundo sólo sabe resolver el problema de una identidad colectiva incómoda mediante otra identidad colectiva, que también resultará irremediablemente incómoda. ¿No me gusta ser español porque me ven el yugo y las flechas y la camisa azul en todas partes? Pues me hago catalán. O vasco. O gallego. Y eso es de una enorme torpeza, pero al parecer es corriente. No hay por qué asombrarse, la torpeza es corriente.
 
No es corriente elegir una identidad individual lo bastante fuerte como para que lo colectivo pase a un segundo plano. Y es muy difícil, si no imposible, comunicar a los demás esa elección, puesto que requiere conocimiento mutuo, es decir, tiempo. La joven polaca del súper me hizo sentir avergonzado porque no nos conocíamos y yo había dado por supuesta su identidad catalana, pero también porque yo había hecho uso de una prerrogativa no deseada, decretada por pujoles y carodes de toda especie: la de hablar la lengua de la tribu, imponiéndosela al otro. No era lo que yo me había propuesto, desde luego. A decir verdad, me había propuesto todo lo contrario: hacer sentir cómoda a la empleada. Pero había olvidado que los catalanes catalanistas de toda la vida, como sé que son los dueños del súper, también contratan inmigrantes. Evidentemente, como demostró mi diálogo con la empleada, sin liberarlos de la carga de aprender catalán; haciendo, incluso, pedagogía. Ahora sé que la muchacha es polaca, católica y novia de un chico de Murcia radicado en Barcelona que hace dos veranos viajó a Varsovia; y que también habla catalán, porque si no, sin los debidos exámenes, no podría ejercer, como ejerce, de profesor de instituto. Pierden dos horas de vida cada día en la enseñanza y el aprendizaje de una tercera lengua para poder vivir en España. Es probable que algún friki de la especie de Sostres, por poner un ejemplo, venga a decir que se lo merecen. Por atrasados. O porque es menos ilustre pertenecer a la patria de Copérnico que a la de Maragall (escoja el lector el Maragall que prefiera). Yo, con alipori.
 
Algún día seremos humanidad. Un conjunto de individuos.
 
 
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