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RETOS DEL SIGLO XX

El regeneracionismo

La  escasa o nula afinidad con las libertades  por parte de los nuevos partidos revolucionarios no impedía a éstos invocar sin descanso la "democracia", la "libertad" o la  "liberación", dándoles sentidos peculiares, y motivando una reacción de recelo e inquietud en los medios conservadores. Muchos de éstos veían la evolución de las cosas y la necesidad de reformas políticas, pero con partidos tan extremistas y en una sociedad en parte muy atrasada, ¿no abrirían esas reformas el cauce  a la anarquía y a la vieja epilepsia política, incluso agravada?

La reivindicación nacionalista también amenazaba al régimen. Los seguidores de Arana aspiraban lisa y llanamente a apartar a las Vascongadas y Navarra del resto del país, en función de una invocada y exaltada especificidad racial, cultural y religiosa en peligro de contaminación por la relación con Maketania. Los partidarios de Prat, en cambio, rechazaban un  centralismo liberal cuya realidad y efectos exageraban,  y le oponían una idea de España como confederación sumamente laxa de "naciones", cada una con sus leyes, idioma oficial, sistema fiscal y hasta milicias propias. Pintaban de  color de rosa esa perspectiva, con promesas de una España más viable y  más "grande", y  el chantaje implícito de que, de otro modo, terminarían separando a Cataluña. En el fondo de ese ideal latía una contemplación romántica de la Edad Media, y resultaba difícilmente viable, pues su "España grande" podría romperse casi con cualquier pretexto. Si, por ejemplo, los nacionalistas catalanes consideraban su influencia en el conjunto inferior al nivel que ellos estimaran adecuado, ¿qué pasaría? No obstante, esta visión de España, expresada por lo común vagamente, iba a extenderse a buena parte de la izquierda e incluso a sectores conservadores, oponiéndola a  la idea liberal de España como una nación unificada y centralizada con mayor o menor flexibilidad.
 
Los teóricos del nacionalismo suelen resaltar el auge de estos nacionalismos como la prueba de que el nacionalismo español había fracasado en sus medidas centralizadoras  en el siglo XIX. En parte –sólo en parte– es cierto, pero aún es más cierto que esos nacionalismos periféricos fracasaron, y no en parte, a lo largo del siglo XX, en sus intentos de romper la unidad española o reducirla a un formalismo ineficiente.
 
¿Por qué no cumplió plenamente sus objetivos el liberalismo en el siglo XIX? Creo que se debió en buena medida al persistente apego de la población hacia las divisiones del Antiguo Régimen. Ese apego nacía del modo como penetró el liberalismo en España, como secuela de una invasión napoleónica signada por mil atrocidades, tropelías contra la Iglesia, e intentos de dividir el país. Por ello mucha gente descalificó al liberalismo por "extranjero" y "anticatólico". En todo caso no se le encontraba una clara legitimidad, y las nuevas ideas arraigaron sólo en el ejército y en capas estrechas de la población. En cambio, el antiguo régimen, incluyendo sus tradicionales divisiones entre reinos, diversidad de normas, etc., fue identificado por grandes masas con la defensa de la patria y la religión. No otra cosa significó el carlismo. La reivindicación de los viejos reinos y regiones sería recogida por los románticos y transformada en separatismo por los nacionalistas a finales del siglo.
 
Pese a todo, la España liberal alcanzó un éxito considerable, porque su proyecto de unificación más estricta y moderna partía de un hecho real,  la unidad muy anterior  del país, sentida  de manera general por sus habitantes. Por encima de las divisiones heredadas de la Edad Media existía una  común autoidentificación como españoles. De otro modo la tentativa centralizadora habría zozobrado en cuanto chocase con las fuerzas disgregadoras. Que no ocurriera así revela el fracaso mucho mayor de estas últimas.
 
La incompleta victoria del liberalismo dio como fruto una tensión persistente entre dos ideas de España a lo largo del siglo XIX, la liberal y la carlista, y entre el proyecto de España y el de su destrucción durante el siglo XX. Esas tensiones han sido un aspecto muy importante, aun si no el más importante, de la historia del país en estos dos siglos.
 
La Restauración pudo, tal vez, haber afrontado sin demasiado temor al conjunto de sus enemigos, y así pareció por unos años. Pero el "Desastre" del 98  tuvo otros efectos, a la larga desintegradores del sistema. Un éxito de la Restauración  había sido la superación del golpismo militar, propiciado antaño por los liberales extremistas o jacobinos  mediante los pronunciamientos. La época del protagonismo político del ejército –promovido generalmente por los partidos–, parecía superada,  pero después del 98 se expandió por el país, fomentado por los grupos radicales, un ambiente de desprecio y aversión hacia los militares, y en éstos una reacción peligrosa y desestabilizadora, como se vería en algunos momentos.
 
Aún más grave, seguramente, fue la defección o la hostilidad hacia el régimen por parte de una alta proporción de intelectuales, en particular los de mayor influencia sobre la opinión pública, en el fenómeno de gran alcance que solemos llamar –sin muchas aspiraciones de precisión– "regeneracionismo". Esta palabra se puso de moda, indicando algo más profundo que la mera decadencia, una degeneración previa de España, de la que urgía salir con medidas drásticas. 
 
Ya de antes venían alzándose voces, como las de Mallada, Ganivet o el cardenal Cascajares, en pro de cambios orientados a impulsar la prosperidad y el orden, y a cerrar con presteza la brecha entre España y "Europa", es decir, la Europa rica. A su manera también el nacionalismo de Prat –no así el de Arana– tenía algo de regeneracionista  para el conjunto de España. Pero después del 98 la exigencia de regeneración se convirtió en un clamor en medios intelectuales y políticos, hasta hacerse una de las actitudes más características de la época. Hubo un "regeneracionismo" del propio régimen, muchos de cuyos políticos comprendieron la necesidad de reformas para hacer frente a las exigencias de la nueva época;  pero la corriente decisiva, de carácter sobre todo intelectual, tuvo distinto carácter. 
 
Los regeneracionistas no formaron un movimiento propiamente dicho, aunque hubo algunos intentos al respecto. Más bien crearon un estado de opinión o una actitud difusa, pero reconocible, sobre España y sus problemas. El principal teorizador de esta corriente fue Costa, y en ella entran muchos de los más dotados intelectuales de la época, como Ortega, Azaña o Maeztu, aunque la evolución de unos y otros siguieran rumbos diferentes. Había al menos cuatro puntos de coincidencia: necesidad de construir o reconstruir la nación española, condena del pasado español, identificación de "Europa" como  panacea o bálsamo a las heridas del país, y hostilidad extrema hacia la Restauración y su ideología liberal.
 
Cada uno de estos puntos merece atención. Hasta entonces la "nación española" o la "patria española" se habían presentado como ideas evidentes, apenas necesitadas de comentario; pero los regeneracionistas, o buena parte de ellos, hacían pasar el concepto de nación a primer plano, aun sin definirlo con mucha claridad (hasta ahora no existe un acuerdo unánime sobre lo que es una nación); y el nacionalismo debía sustituir al patriotismo,  sentimiento tenido a veces por vago y arcaico. En rigor, la nación apenas habría existido antes, lo cual, en el sentido dado al término desde la Revolución francesa, pero sólo en ese sentido,  tenía algo de verdad, y por tanto urgía formarla o reformarla de arriba abajo.
 
En cuanto al segundo punto –concluía un Costa  conmocionado por el "Desastre"–, la historia española constituía una fundamental desviación del que debiera haber sido su camino, por lo que había desembocado en "una nación frustrada". En consecuencia preconizaba "fundar España otra vez, como si no hubiera existido". Aunque sus recetas, resumidas en lemas como "Escuela y despensa", no dejaban de sonar razonables, también algo simples, se envolvían en una visión de la historia española  dramatizada y caricaturizada hasta extremos pueriles. Ortega, Azaña y muchos más coincidían en considerar al país una nación  sin formar, o deformada, o anormal. Se puso de moda especular sobre lo que debía haber sido España o cuándo había empezado la desviación o la pérdida de la "normalidad". Azaña opinaba que desde la derrota de los comuneros en Villalar, en el siglo XVI,  todo había ido a tuertas; otros renegaban del rumbo euroamericano tomado en aquel siglo por la política española  la cual, argüían, debiera haberse volcado en África, su campo de expansión "natural". No faltaba quien llevaba el origen de la desviación hasta  el siglo VI, con la conversión del rey godo Recaredo al catolicismo, engendradora de la nefasta alianza entre la oligarquía y el clero. Dentro del racismo de los tiempos –harto diluido en España–, no faltaban avisos descorazonantes sobre la escasez del elemento "ario" en el país. Esas estériles lucubraciones pasaban por ejercicios intelectuales de envergadura.
 
Las antaño consideradas gestas y glorias hispanas, como el descubrimiento de medio mundo, la conquista y colonización de América, la evangelización, la fundación de ciudades y  universidades, el establecimiento de relaciones entre todos los continentes habitados, la Reforma católica, la contención de los turcos y de los protestantes, etc., eran miradas con desprecio o con burla, o simplemente ignoradas  por los refundadores del país. Para ellos, España había sido el país de la Inquisición y de los genocidios, de la miseria, el oscurantismo y la superstición, y las supuestas glorias debieran más bien avergonzarnos. Los "buenos" habían sido, precisamente, los enemigos de España,  empezando por los cultos y refinados musulmanes. La cultura del Siglo de Oro suscitaba despego, exceptuando de él a algunos autores prestigiosos, en particular Cervantes, a quienes se pretendía convertir en precursores de las ideas de los críticos. Para concluir, España y sus clases dirigentes habían estado "enfermas" durante siglos, aseguraba Ortega, y nada debía esperarse de sus tradiciones. Azaña llegaría a comparar estas últimas, ya en 1930 y sin protesta de nadie, con la sífilis hereditaria. Por suerte, y gracias a su  labor esclarecedora, "los españoles estaban vomitando las ruedas de molino que durante siglos estuvieron tragando".
 
El desdén por lo español alcanzó tales cotas que Menéndez Pelayo, quizá el investigador y ensayista más notable de su tiempo, protestó en sus conocidas frases: "Presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado por gárrulos sofistas (…) emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan (…), hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia hizo de grande, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción  de la única España que el mundo conoce, la única  cuyo recuerdo tiene virtud  bastante para retardar nuestra agonía (…) Un pueblo viejo no puede renunciar (a su cultura) sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia  muy próxima a la imbecilidad senil". Sin embargo, la voz de Menéndez Pelayo quedó aislada. Desde luego, muchos otros pensaban como él, pero callaban ante el ímpetu, la seguridad  y el derroche de indignación moral con que los regeneradores envolvían sus diatribas.
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