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UN VIAJE AL OESTE AMERICANO

El renacimiento de Madrid

Con el mes de agosto acaba el verano en Estados Unidos, si no en el calendario sí en la época de playa y vacaciones y en pocos lugares es más visible que en los pueblos y ciudades cuya existencia se debe exclusivamente al turismo.

Más que las playas, cuya población huye en verano para alquilar a precios sustanciosos las casas y regresa a una vida de ritmo plácido en invierno, son los lugares del oeste americano los que han pasado de pueblo fantasma a centros turísticos gracias a la atracción que representa la nostalgia del pasado.

Y uno de estos lugares es Madrid, una ciudad minera que tuvo su auge en entre 1920 y 1930. Si la población de entonces (unas tres mil personas dedicadas a la extracción de antracita) no parece gran cosa, es toda una aglomeración para las extensiones semidesiertas de la mitad occidental de Estados Unidos, especialmente hace 80 años.

El progreso acabó con la rentabilidad de la mina, que arrastró tras ella a la ciudad, fallecida prácticamente en la década de los 60. Tan sólo quedaron trece personas que malvivían entre las casas que se iban derrumbando.

El “renacimiento” empezó en 1973, cuando se fue poniendo de moda Santa Fe, la capital de Nuevo México, a unos treinta kilómetros, y se aceleró hace casi 20 años, cuando en 1983 inauguraron un teatro que, siguiendo el modelo de Santa Fe, tan solo funciona en verano. Es un modelo necesario ya que el turismo que la visita está representado por quien se escapa de las óperas, música de cámara y restaurantes refinados que ofrece Santa Fe. Quiere revivir una época ensalzada por las películas y las tradiciones americanas.

Si Santa Fe se precia de la alta cultura musical y plástica de sus óperas y galerías, Madrid es fiel a su historia minera y el teatro reconstruye las representaciones que en su día atrajeron a una población que había pasado poco tiempo en la escuela: el teatro es un vagón de tren rehabilitado, en el que desde mayo a octubre se presentan “melodramas”, obras escritas por aspirantes a dramaturgo, con actores novatos que van haciendo tablas representando el papel del bueno y del malo.

El público participa demostrando si le gusta o no el papel de los diferentes personajes, aunque a diferencia de los espectadores de la época de “esplendor” madrileño a los de ahora hay que enseñarles a reaccionar: la dirección del teatro les “instruye” e incluso les regala “marshmallows”, los caramelos típìcos del país con la consistencia del algodón, para que los lance contra los personajes antipáticos.

El guión ha de referirse necesariamente a un tren, porque el fondo del escenario se abre en el momento culminante sobre una locomotora, aparcada como tantos restos de la época en que los trenes trasladaban el carbón extraído en el Madrid americano.

Aunque Madrid esté en el estado más español de Estados Unidos y lleve el nombre de la capital de España, el pueblo no tiene ahora ni tuvo antes un carácter hispano, pues floreció en torno a la economía del carbón cuando formaba ya parte de Estados Unidos. Su teatro y melodramas son tan poco españoles como la segunda gran atracción, la taberna con restaurante, bar y orquesta “country” que parece la materialización de cualquier “salón” de las películas del Oeste.

La decoración es la original, que aquí en Estados Unidos es casi “histórica” aunque sólo date de los años 1940 y algunos clientes, rústicos de la zona que hacen parecer refinados a los cowboys más brutos de las películas, hacen pensar que la industria cinematográfica norteamericana idealizó a unos personajes muy bastos que sobrevivían como podían en una naturaleza hostil.

Toda esta actividad ha inflado la población de Madrid a seiscientos habitantes y desde hace un par de años intentan sacar partido también del turista nostálgico con los elevados precios de sus galerías de arte. Seguramente que cuentan con más crecimiento, porque se están vendiendo casas tanto en el trozo de carretera que otrora fuera el centro de la ciudad, como en los “alrededores” donde falta la “patina” visible en edificios remozados por dentro pero que desde fuera parecen guaridas miserables.



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