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¿LA "SANTA ANARQUISTA"?

En el centenario de Simone Weil

Es probable que el centenario del nacimiento de Simone Weil pase inadvertido para la mayoría de nuestros compatriotas, lo cual es una verdadera lástima, pues, aunque fragmentario, su pensamiento es rico y penetrante como pocos.

Es probable que el centenario del nacimiento de Simone Weil pase inadvertido para la mayoría de nuestros compatriotas, lo cual es una verdadera lástima, pues, aunque fragmentario, su pensamiento es rico y penetrante como pocos.
No voy a intentar aquí hacer una reseña biobliográfica de la pensadora judía francesa, para ello ya tenemos la Wikipedia, sino que me limitaré a comentar algunas de las ideas que aparecen en una de sus obras, en mi opinión, más significativas: L'enracinement, que podríamos traducir como El arraigo. El subtítulo de esta obra es clarificador y provocador: "Preludio a una declaración de los deberes hacia el ser humano"; una declaración que aún estamos esperando y que compensaría el desequilibrio que el énfasis en los derechos ha provocado.

De hecho, nos hace ver Weil, no hay derecho sin obligación, pues "un derecho no es eficaz por sí mismo, sino sólo por la obligación a la cual corresponde". En consecuencia, no tiene sentido hablar por un lado de derechos y por otro lado de deberes, pues estos dos conceptos, si son verdaderos, no expresan más que puntos de vista. Y sigue Simone Weil:
Un hombre, considerado en sí mismo, sólo tiene deberes, entre los que se encuentran deberes hacia sí mismo. Tiene derechos, por su parte, cuando es considerado desde el punto de vista de los otros, que reconocen obligaciones hacia él. Un hombre que estuviera solo en el universo no tendría ningún derecho, pero tendría obligaciones.
Como vemos, los derechos siempre aparecen ligados a ciertas condiciones, mientras que las obligaciones son incondicionadas, algo que los revolucionarios franceses, los hombres de 1789, nunca entendieron, como así lo reconocía la propia Simone Weil.

El libro está repleto de otras reflexiones de profundas implicaciones, como ésta: "La obligación compromete a los seres humanos. No hay obligaciones para las colectividades como tales". Pero vamos a detenernos brevemente en lo que Simone Weil califica como necesidades del alma, la primera de las cuales es, para esta pensadora, el orden, por ser éste el más cercano a su destino eterno.

Entiende Weil el orden como ese tejido de relaciones sociales que hacen que nadie se vea obligado a violar obligaciones rigurosas para así poder ejecutar otras obligaciones. Magnífica definición de orden en la que se contempla la armonía que éste supone y se adivina la violencia que subyace en el desorden, en el que nos desgarramos entre dos obligaciones que nos aparecen como contrarias por culpa, precisamente, de la ausencia de orden, condenándonos así a la transgresión y a una vida atormentada y rota. "Hoy en día existe un grado muy elevado de desorden y de incompatibilidad entre las obligaciones", escribió Weil. En este aspecto, poco ha cambiado desde entonces.

En cuanto a la libertad, otra de las necesidades del alma humana enunciadas por Weil, habla ésta de la posibilidad de elección, por una parte, y de las reglas que la deben limitar, por otra. Esto se entiende si pensamos que un hombre normal no vive el hábito, inculcado por la educación, de no comer cosas repulsivas o peligrosas como una limitación a su libertad en el ámbito de la alimentación. Sólo el niño, escribe Weil, siente la limitación. Claro, que estas reglas deben de ser razonables y sencillas: "Hace falta que sean lo bastante estables, lo bastante poco numerosas, lo bastante generales, para que nuestra inteligencia pueda asimilarlas de una vez"; algo que la bulimia reglamentista en la que vivimos hace virtualmente imposible.

El resto de las necesidades del alma que enuncia Simone Weil son, para quienes la leemos hoy, sorprendentes. La obediencia ("Quien somete a las masas humanas por la coacción y la crueldad las priva a la vez de dos alimentos vitales, libertad y obediencia"), la responsabilidad, la igualdad (entendida como reconocimiento público de que a todo ser humano le es debido el mismo respeto, que no admite gradación), el castigo (pues el hombre, cuando actúa criminalmente, necesita el castigo, y negárselo es degradarlo), la libertad de opinión, la seguridad, el riesgo, la propiedad privada, la propiedad colectiva y la verdad. A partir de estas necesidades, Simone Weil irá tejiendo un entramado de obligaciones que, cuando son negadas, condenan al hombre al desarraigo, enfermedad mortal letal que sufrimos, en mayor o menor medida, me atrevería a decir que todos nosotros.

No me extenderé más en lo que considero un libro en momentos brillante, aunque aquejado de ese mal que es común en Simone Weil: las mejores intuiciones, las brillantes penetraciones, junto a la inconsistencia derivada de la falta de una base filosófica e histórica sólida. Ahora bien, lo que nadie puede negar es que, un siglo después de su nacimiento, Weil sigue provocando una reflexión profunda e inteligente de la que no vamos nada sobrados.

Por cierto, a la luz de estos comentarios, habrán descubierto que Simone Weil es mucho más que la "santa anarquista" que el pobre cliché se empeña en presentarnos. Si se me permite una cierta provocación, quizás incluso se podría contemplar su inclusión en el canon conservador del siglo XX.


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