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PANORÁMICAS/HORIZONTES

Garzón, prevaricación o muerte

Garzón reía por lo bajo. Se reía porque olfateaba una prevaricación en el ambiente. No la suya, claro.

Garzón reía por lo bajo. Se reía porque olfateaba una prevaricación en el ambiente. No la suya, claro.
El 21 de noviembre de 2008, un día después del aniversario de la muerte de Franco, el periodista Jon Lee Anderson le escuchó vanagloriarse de que su decisión de apartarse del caso contra el dictador y otra treintena de personas por crímenes contra la humanidad obligaría a jueces de todo el país a examinar los casos de exhumación de cadáveres de las fosas de la Guerra Civil; concretamente, "a examinarlos seriamente, al margen de las convicciones personales, so pena de ser acusados de prevaricación".

Esto lo cuenta Anderson en "Carta desde Andalucía: la tumba de Lorca", artículo publicado en The New Yorker y reimpreso en el libro El dictador, los demonios y otras crónicas. El relato de Anderson se sitúa dentro del marco maniqueísta, ya que, según él, en España "vencedores y vencidos no han acabado de reconciliarse y el conflicto sigue enfrentando a herederos políticos y descendientes". Los buenos y los malos reciben su etiqueta a partir de este axioma simplista con claridad meridiana. Y el periodista mete en el mismo párrafo a Manuel Fraga, a José María Aznar y al fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Javier Zaragoza, que se había enfrentado profesionalmente a Garzón al entender que éste pretendía entender de lo que es competencia del poder político, "la justa pretensión de recuperar la memoria y la dignidad de esos miles de víctimas, y la consecuente reparación moral". Para ello, al decir de Zaragoza, Garzón habría llevado a cabo una causa general, algo prohibido por la Constitución; obviado delitos prescritos y además perdonados en virtud de la Ley de Amnistía y, por último, convertido lo que serían delitos comunes en crímenes contra la humanidad.

Al situar a Fraga y Aznar línea con línea con Zaragoza, Anderson hace creer al inadvertido lector norteamericano que se trata de una lucha con trasfondo político-ideológico. Pero resulta que Javier Zaragoza pertenece a la UPF, la Unión Progresista de Fiscales, y que es fiscal jefe de la Audiencia Nacional gracias al Gobierno socialista y a numerosos fiscales con el mismo sesgo izquierdista que tiene él.

Lo que se dirime, por tanto, no es cómo pretende Anderson un encontronazo entre "vencedores y vencidos", sino algo mucho más sutil y profundo: la aplicación de la ley "al margen de las convicciones personales". Porque si Garzón no ha obrado así, esas palabras suyas que citábamos al principio se podrían volver contra él como y podría ser acusado de prevaricación.

No pondría la mano en el fuego en al asunto de si Baltasar Garzón ha prevaricado o no. La línea que separa la prevaricación de la incompetencia o el error en ocasiones es tan delgada que parece invisible. Si Javier Pradera tuviese un mínimo de honestidad intelectual, debería admitir que de su propia descripción de las actuaciones de Garzón:
Los argumentos utilizados por el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Javier Zaragoza, y la mayoría de la Sala de lo Penal, presidida por Javier Gómez Bermúdez, para negar la competencia de Garzón sobre los desaparecidos en la retaguardia de la zona sublevada (un anacronismo de origen argentino que sustituye al término español paseados) echaron por tierra sus frágiles tesis construidas sobre confusas doctrinas sobre Derecho Internacional e interpretaciones erróneas del principio de legalidad penal, la irretroactividad de las normas desfavorables y la prescripción de los delitos.

se desprende que hay lugar para la creencia razonable en la voluntad prevaricadora del juez, que nunca llegó a comprender que la ceguera simbólica de la Justicia no exige una actitud indiferente por parte del juzgador, sino un proceder desinteresado.

Sea como fuere, tanto la presunta prevaricación de Garzón como la ya sentenciada de Ferrín Calamita, por retrasar la adopción de una niña por parte de una lesbiana, apuntan hacia algo profundamente inquietante: la supremacía del juez sobre la Justicia, con su corolario, una sobredosis de ideología que termina por ahogar la objetividad y la imparcialidad del juzgador. Nos hemos acostumbrado a que los periodistas etiqueten a cada juez con la vitola de conservador o con la de progresista. Y que las sentencias sean juzgadas no por su rigor técnico, su adecuación a la ley y la brillantez formal de su argumentación, sino por si alaban los bajos instintos, los intereses espurios y los sesgos políticos de los que vitorean a sus jueces como ultras de fútbol o fans histéricos de la estrella rockera de turno.

Los jueces constituyen el núcleo de equilibrio del sistema de poderes. Son un contrapoder tanto del Legislativo como del Ejecutivo. Y, no se olvide, de la Mayoría. Porque un juez está para defender, sobre todo, los derechos fundamentales de los individuos frente al potencial mortífero del Ejecutivo y de la Mayoría cuando se convierte en chusma irreflexiva. Que pregunten a los periodistas de Egunkaria o a Dolores Vázquez. Por eso es tan importante que los jueces se desprendan de su ideología cuando se pongan la toga, aunque sus principios morales les resulten tan evidentes como a Ferrín Calamita le deben de parecer los principios del Derecho Natural o a Baltasar Garzón los de su Justicia Universal. Espejismos de egos morales desmesurados. Si los calamitas y los garzones prosperasen, a cuenta del corporativismo y la sobreprotección partidista, la judicatura se convertiría en "el poder más odioso", que diría Montesquieu.

Uno de los candidatos a ocupar un sillón demócrata en el Tribunal Supremo de EEUU, el juez Merrick Garland, fue preguntado en una audiencia del Congreso hace unos años qué pensaba del activismo judicial, es decir, de la pretensión de que el juez asuma un mayor protagonismo político a través de sus sentencias y se convierta así, de hecho, en un legislador paralelo, y deje pues de ser un mero intérprete del Derecho creado por los poderes Legislativo y Ejecutivo. Su respuesta deberían tatuársela en el antebrazo todos los garzones y calamitas que puedan pulular por los juzgados españoles, para que así pudieran echarle un vistazo al ponerse las puñetas:
Los jueces no tienen competencia para resolver problemas sociales. El papel de un tribunal es aplicar la ley a los hechos del caso presentado, no legislar o atribuirse poder ejecutivo alguno, o dictar lecciones magistrales sobre cuestiones de actualidad.
Un síntoma de esta confusión entre Justicia y Política es el farisaico rasgado de vestiduras de quienes claman por que hayan sido Falange y otras organizaciones de extrema derecha las que hayan iniciado el proceso contra Garzón. La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Los ultras, sean de derechas o de izquierda, nos pueden resultar despreciables por sus ideas totalitarias, ya sean pinochetistas o castristas, pero si las ideas liberales y democráticas son superiores es precisamente porque conceden a los primeros derechos que ellos negarían a sus enemigos políticos.

Aunque no sea finalmente condenado, Garzón haría bien en replantearse ese peligroso juego de rol al que se ha aficionado: el del justiciero universal. Y conformarse con ser, nada más y nada menos, un juez.


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