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SIMONE DE BEAUVOIR

La gran sartruja cumple cien años

Primer centenario de la madre (y la hija y el espíritu santo) del feminismo. Ita est, de Simone de Beauvoir. Qué mejor ocasión para un nuevo lucimiento universal de la cultura francesa, para que una vez más refulja sobre el orbe entero el rayonnement culturel del único país del mundo que se jacta de tratar a sus intelectuales como EEUU a los empresarios exitosos o España a los deportistas.

Primer centenario de la madre (y la hija y el espíritu santo) del feminismo. Ita est, de Simone de Beauvoir. Qué mejor ocasión para un nuevo lucimiento universal de la cultura francesa, para que una vez más refulja sobre el orbe entero el rayonnement culturel del único país del mundo que se jacta de tratar a sus intelectuales como EEUU a los empresarios exitosos o España a los deportistas.
Simone de Beauvoir.
No hay país más compulsivamente memorialista que Francia: los franceses son casi tan expertos como los antiguos egipcios en embalsamar a sus momias prestigiosas y elevar monumentos a su gloria. Así que nada permitía presagiar que la conmemoración del centenario del nacimiento de Beauvoir no fuera a responder al rodado guión de los saraos memorialísticos de la alta cultura, como dicha mercancía se concibe en la margen izquierda del Sena: media docena de novedades editoriales, dos o tres documentales fashion producidos por Arte, un coloquio de especialistas con alto perfil mediático... De hecho, así ha sido, y hasta la caricatura. Baste con decir, por ejemplo, que las jornadas celebradas en la Universidad París-Diderot entre los días 9 y 11 de enero fueron organizadas e inauguradas por la incombustible Julia Kristeva.
 
Como es de suponer, la noticia no es la enésima celebración de la autocomplacencia intelectual francesa, sino el hecho ya insoslayable de que Francia ha comenzado a dejar de ser lo que era. Intelectuales de izquierda votando a Sarkozy, un presidente de derechas nombrando ministro al socialista Bernard Kouchner e incorporando a su Gobierno a la feminista de origen argelino Fadela Amara, Le Monde pareciéndose cada día más a El País y –como es lógico– perdiendo lectores, el alcalde de París fardando de homosexual sin que a nadie parezca importarle una higa su jactancia; y, por si fuera poco, colmo de males, el Obs, rancio emblema de la politiquería correcta, va y anuncia un dossier conmemorativo del aniversario de "la grande Sartreuse" publicando en portada, en plan machista, una foto de la autora de El segundo sexo enteramente desnuda.
 
Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir.Mamá ha cumplido cien años, pues, y además lo ha hecho con las vergüenzas al aire. Porque tal cosa es Simone de Beauvoir, la iniciadora, con El segundo sexo, de todos los movimientos feministas del último medio siglo. Forjados y definidos a su sombra, bien para prolongarla, caso del feminismo autoproclamado "de la mismidad", o para zafarse de ella, caso del feminismo "de la diferencia". Descendientes de los primeros son las aguerridas y dogmáticas feministas de izquierdas que luchan denodadamente por la imposición de "cuotas" en el acceso a cargos públicos y en la definición de políticas de discriminación positiva en todos los ámbitos de la vida profesional. No vaya a pensarse que menos dogmáticas que sus hermanas adversarias son las feministas "de la diferencia"; es decir, y muy resumidamente, las que niegan que la condición femenina, por más que culturalmente impuesta y condicionada, tenga forzosamente que ser superada para que las mujeres puedan aspirar a la igualdad efectiva de derechos con los hombres.
 
Aunque no todas ellas, a diferencia de las militantes de la mismidad, son fervorosamente izquierdistas (valga decir, en última instancia, relativistas y tacticistas), la mayoría ha evolucionado hacia descabelladas posturas utópicas. Sobre todo en los campus estadounidenses, donde anidan curiosos ejemplares que afirman cosas como que "el género" no está definido, dado que no existe tal cosa como una identidad sexual fija (interpretación demencialmente literal del "Una no nace, sino que se convierte en mujer" de Beauvoir), y que, como esto es así, no sólo las mujeres sino cualquier ser humano es capaz en todo momento de construirse su identidad sexual como y cuando le plazca. Como si la orientación sexual, el deseo de ser madre o padre o la transexualidad fueran juegos de rol adoptables, intercambiables y desechables, o una casita o un tren construido con piezas de Lego.
 
Por descontado, lo que los hijos hacen con el legado recibido no es justo achacárselo en exclusiva a sus progenitores. El segundo sexo no se reduce a los desvaríos de los varios feminismos militantes, y lo que hace que la lectura de este ensayo sea poco amena tiene más que ver con los rasgos dominantes del temperamento intelectual de su autora –esquematismo conceptual, dogmatismo ideológico, afán demostrativo– que con una concepción de la mujer que no pasa de ser, en última instancia, convencionalmente esencialista (por más que de signo contrario a la establecida durante siglos de tradición filosófica y teológica). Poco importa, en realidad, que se predique de la mujer que es eterna fuente de pecado y perdición o puerta sublime de la redención, que es más sensible que inteligente o menos apta para la acción que para la procreación: estas afirmaciones, como la de que "una no nace, sino que se convierte en mujer", adolecen del mismo vicio o desidia teórica: todas suponen una esencia femenina inmune al tiempo y a la historia.
 
En última instancia, estas visiones de la condición de la mujer dan por sentado que es indiferente nacer mujer en un país occidental, en un marco democrático y de respeto de las libertades individuales, o, pongamos por caso, en el Afganistán de los talibanes, el Irán de los ayatolás o la Arabia Saudí del rigorismo wahabita. Se nace o se convierte una en mujer, esencia inmutable, transpersonal y ahistórica. Quizás haya que sumar a otros tabúes ideológicos este platonismo desidioso, que sí es un legado del ensayo de Beauvoir, a la hora de dar cuenta de la chocante insensibilidad de muchas feministas profesionales, manifiesta en su pasividad ante venerables costumbres que tienen por efecto la negación de las libertades individuales de las mujeres, cuando no la tortura y mutilación de sus cuerpos, como la ablación del clítoris, la compra-venta matrimonial de niñas de doce años, la imposición del chador y el burka o la lapidación de las adúlteras.
 
Además de madre de los modernos feminismos, Beauvoir fue teorizadora y practicante, junto con Sartre, de los dogmas de fe fundacionales no de la izquierda, sino del izquierdismo más militante: del "compromiso" político a la superación del "esencialismo" burgués a través de la puesta en "situación" de la existencia, pasando por el cultivo de la "transparencia" ("tout dire, ne rien cacher"), sobre todo en las relaciones amorosas.
 
Albert Camus.Por descontado, en todos estos apartados tanto Sartre como Beauvoir traicionaron más de una vez su credo y se engañaron y engañaron a sus feligreses. El heroico compromiso político, por ejemplo, era en realidad una máscara ciega y cegadora: el padre y la madre del existencialismo a la francesa, no contentos con hacer la vista gorda durante la Ocupación, dedicaron el resto de sus vidas a rendir pleitesía a regímenes totalitarios y criminales, por aquello de que "los enemigos de mis enemigos son mis amigos". Recuérdese, sólo de pasada, sus virulentas excomuniones de todo el que se apartara de la línea oficial, desde Koestler a Camus y Pasternak, cuyo Doctor Zivago inspiró a Beauvoir una de las sentencias más abyectas que se recuerdan: "Para poder tragarse este tocho de bruma impenetrable, la burguesía ha debido de sacar fuerzas de un potente fanatismo". Como también de Beauvoir –que, todo hay que decirlo, era una epigramática digna de rivalizar con lo mejor de la tradición francesa, de La Rochefoucauld a Joubert– es esta frase: "La verdad sólo es una, mientras que el error es múltiple. Por eso no es de extrañar que la derecha defienda el pluralismo"; que ojalá lea algún día nuestro prohombre de PAZ, tan afecto a llenarse la boca con palabras cuyo significado manifiestamente ignora, como tolerancia o, justamente, pluralismo. Quién sabe, a lo mejor abjura de su fe izquierdista y se convierte en un hombre de derechas.
 
Con todo, me atrevo a recomendar la lectura de las obras de Beauvoir más interesantes y posiblemente perdurables: sus memorias, los dos tomos de sus Cartas a Sartre, el diario que escribió durante la Ocupación y sus Cartas a Nelson Algren. Como novelista es francamente decepcionante, y de sus ideas filosóficas ya he dicho lo que modestamente pienso. En cambio, como exploradora y analista de sus propios sentimientos y evocadora de sus muchas peripecias vitales está a la altura de lo mejor que la tradición literaria francesa ha dado en los géneros autobiográficos. Lo que no es decir poco. Así como era capaz de acuñar eslóganes fanáticos e inmoderadamente fusilar con la palabra a sus adversarios ideológicos, también era dueña de una lucidez que la llevó, en más de una ocasión, a cincelar máximas justas y sensatas ("Querer ser libre significa también querer que los otros lo sean") o, ya en su vejez, al reflexionar sobre su vida, a declarar:
Creía, cuando era joven, que tenía toda una vida por delante. Pero la vida no está nunca delante o detrás de nada. No es algo que podamos poseer, es algo que pasa.
Lo mejor de Beauvoir –o lo menos sectario– está resumido en esa conciencia de que incluso eso que algunos llaman una vida "lograda" no es nada. Porque la vida no es un ente absoluto, sino una existencia que, hasta la muerte, permanece abierta e inacabada. Esa conciencia y su ejercicio son uno de los rostros de la libertad.
 
 
ANA NUÑO, poeta, ensayista y editora.
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