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TRABAJO INFANTIL

Ojo con las buenas intenciones cuando hay niños de por medio

Ver a un niño trabajando en una fábrica para una multinacional que no para de explotarle mueve a muchos a dar la espalda al capitalismo. Si el libre mercado permite semejantes injusticias, alegan, la culpa es de esas empresas sin escrúpulos y de los Gobiernos que están dispuestos a todo con tal de captar inversiones. En un mundo darwinista como éste, los Estados, en su afán de acumular todo lo que puedan, se pliegan a la voluntad de los poderosos, mientras millones de seres humanos viven sin apenas comida que llevarse a la boca.

Ver a un niño trabajando en una fábrica para una multinacional que no para de explotarle mueve a muchos a dar la espalda al capitalismo. Si el libre mercado permite semejantes injusticias, alegan, la culpa es de esas empresas sin escrúpulos y de los Gobiernos que están dispuestos a todo con tal de captar inversiones. En un mundo darwinista como éste, los Estados, en su afán de acumular todo lo que puedan, se pliegan a la voluntad de los poderosos, mientras millones de seres humanos viven sin apenas comida que llevarse a la boca.
Es difícil luchar contra estas creencias populares. Aún más complicado resulta explicar que no hay explotación laboral cuando no se fuerza a la gente a trabajar. Por otra parte, cuando sostienes que, si no se diera la globalización, esos menores que tanto nos preocupan estarían arando, sembrando, cosechando; o cuidando ganado, o haciendo ellos mismos de animales de carga; o practicando la prostitución; cuando sostienes esto, entonces te tachan de demagogo. 
 
No obstante, los datos confirman que desde 1980 el trabajo infantil no ha experimentado un crecimiento extraordinario, como parecen sugerir los adalides de la antiglobalización. Todo lo contrario: el porcentaje de niños de entre 10 y 14 años que trabajan en los países emergentes se ha reducido del 23 al 12% entre 1980 y 2000. En Vietnam, más de 2,2 millones de niños han abandonado durante la última década el trabajo para incorporarse a la escuela.
 
Por lo general, los niños no se ven impelidos a trabajar cuando sus padres disponen del suficiente dinero para mantener a la familia. De hecho, lo mejor que les puede pasar a los padres de un menor que trabaja pero al cual querrían ver en el colegio es ser contratados por una multinacional: y es que, como explica la revista The Economist, en el Tercer Mundo estas empresas suelen pagar el doble que las compañías locales.
 
Nike y Reebok abandonaron Pakistán después de que, en 1995, los antiglobalización les reprocharan emplear a menores de edad en sus fábricas. El efecto dominó desatado por la marcha de aquellas multinacionales provocó una reducción del sueldo medio del 20%, y miles de paquistaníes se quedaron sin trabajo.
 
Ejemplos como éste revelan que, aunque la conciencia occidental se escandalice por la situación en que viven millones de niños en el Tercer Mundo, lo peor que podemos hacer es exportar nuestra legislación a países que aún no han tenido su propia Revolución Industrial.
 
Nuestros bisabuelos y tatarabuelos, incluso nuestros abuelos o nuestros padres, trabajaron la tierra desde muy jóvenes. Se levantaban antes de que saliera el sol y se acostaban cuando ya era de noche. Así era la vida en el campo. Hoy, gracias al capitalismo, los jóvenes de la España rural pueden ir a la escuela en lugar de a destripar terrones.
 
El efecto de aplicar nuestras ideas –moldeadas por la cultura en que vivimos y el grado de bienestar que disfrutamos– en otros países puede ser terrible. De hecho, en muchas ocasiones lo es. Hay niños en el Tercer Mundo que ofrecen sus cuerpos por unos míseros dólares y que preferirían estar trabajando en una fábrica; pero no pueden, en buena medida gracias –con perdón– a las huestes solidarias y concienciadas de Occidente.
 
Es peligroso creer que el mundo es como una pequeña comunidad en la que se conocen todas las circunstancias y se puede proponer una solución perfecta para cada problema. Estamos hablando de personas. De personas a las que decimos querer salvar pero a las que, frecuentemente, sólo ponemos en aprietos con nuestros proyectos. Las ideas, no lo olvidemos nunca, tienen consecuencias; a veces, verdaderamente mortíferas.
 
 
© AIPE
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