Pastor, el portavoz del Partido Socialista en el País Vasco, lo gritó en un mitin refiriéndose a los populares: "En cuanto abren la boca, se les ven las caries del franquismo". Pero, como recuerda Santiago González, el caso es que el partido de Pastor gobierna gracias a los cariofranquistas con total tranquilidad. Una de dos: o el portavoz cree que las caries no se transmiten en el morreo político habitual o los socialistas tienen los dientes tan podridos que una caries más o menos ya no tiene importancia para ellos.
Lo que se revela tras el exabrupto del socialista es un complejo de superioridad que sufre gran parte de la izquierda cuando se compara con conservadores y liberales, y que le lleva a creer que el no ser de izquierdas constituye un pecado –venial en el caso de los conservadores y mortal en el de los liberales–. Incluso una enfermedad física, lo que le lleva en ocasiones –cuando pierde los nervios y sale a relucir su faceta más agresiva– a organizar cordones sanitarios contra los que no piensan como ella.
Esta idea de los socialistas de que son superiores moral, intelectual, incluso antropológicamente también se dejaba ver en la diatriba de Azúa contra la izquierda oficial, en la que lo que más llamaba la atención era su criterio de demarcación izquierda-derecha:
(...) las corruptelas y los desórdenes éticos se dan por descontados en la derecha y no afectan a su votación, como ha dejado bien claro el caso de Berlusconi, pero la izquierda debería tener como principios inalterables la honestidad, la cultura, la educación y la justicia.
Uno pensaría que la honestidad, la cultura, la educación y la justicia son conceptos y valores transversales, comunes a todas las opciones políticas democráticas. Que –a menos que uno tenga caries nazis o comunistas, sienta nostalgia de Franco o admiración por Fidel Castro– todos estamos en el mismo plano moral –el del respeto, la tolerancia y la libertad–, y que disentimos en los medios para alcanzar distintos equilibrios entre dichos conceptos y valores, no por diferentes menos legítimos.
De un político de partido –del que sea– como Pastor uno se espera maniqueísmo de sacristía y simpleza ideológica, condiciones necesarias para trepar en el organigrama. Pero que alguien como Azúa firme una declaración buenista de mala fe tan del estilo de Zapatero ("Los valores de la derecha cotizan sólo en bolsa y los de la izquierda en el corazón") es tan sorprendente como preocupante, porque uno espera sinceramente que queden intelectuales tanto a la derecha como a la izquierda capaces de pensar con el cerebro y no con las vísceras. Y sin duda Azúa es una de las mentes más lúcidas del espectro ideológico que aún podríamos etiquetar como de izquierdas.
El problema del socialismo como espejismo evanescente de nuestro tiempo es de mucho mayor calado. Tanto en la práctica como en la teoría. Porque lo que de verdad está haciendo daño a la izquierda no es que se haya echado en brazos de los nacionalistas (el PP también lo ha hecho, y también lo hará), ni que se haya dado a la corrupción institucionalizada (Andalucía cuenta tanto como Valencia). Su problema es que las apuestas que ha hecho en los dos últimos siglos se han venido abajo:
una teoría antropológica que reduce la naturaleza humana a una tabla rasa;
una teoría epistemológica que niega que exista la verdad y la objetividad;
una teoría moral que se refugia en un utilitarismo ramplón;
una teoría social basada en la lucha de clases como motor de la historia y el resentimiento como coartada para la acción política;
una teoría económica que rechaza la propiedad privada, la competencia y los incentivos materiales;
una teoría pedagógica que ha menospreciado la educación sustituyéndola por el adoctrinamiento.
Todo ello envuelto en unas tácticas münzenbergeanas de agit prop cultural que siguen ahí, como muestra In Time, la última película de ciencia ficción de Andrew Niccol, en la que se plantea una sociedad futura donde el recurso escaso no es el capital sino el tiempo y que está organizada según el viejo esquema marxista de la lucha de clases: los ricos (en tiempo) lo son porque otros son pobres (el sofisma del capitalismo, ahora tiempismo, como juego de suma cero) y el capitalismo tiempista estaría basado en una adaptación socio-económica del darwinismo entendido como "ley del más fuerte".
La verdadera refundación de la izquierda no pasa por tanto por cuestiones de alianzas electorales con los nacionalistas ni por un baño de pureza moral, como pretende Azúa, sino por una completa actualización de sus presupuestos teóricos. Porque otra izquierda es posible. Una izquierda que no pretenda la igualdad mediante la ley sino la igualdad ante la ley; que teorice en serio sobre formas de propiedad alternativas a la privada, como la colectiva o comunal, pero sobre todo que las practique, para no incurrir en la doble moral habitual en la izquierda caviar, que se da tanto entre sus políticos como entre sus intelectuales; que sea capaz de reconocer que la suya puede ser tan mala (y buena) gente como la de derechas, y que, en consecuencia, diseñe una propuesta de sociedad que alcance los fines que considere justos sin caer en la superioridad moral ni en la arrogancia política, que conduce, en el mejor de los casos, al intervencionismo paternalista y, en el peor, al totalitarismo; que abjure, en definitiva, de los modelos de pensamiento y de acción simbolizados en el puño en alto y La Internacional, esos símbolos que tienen en común el PSOE, IU, Bildu, Amaiur y ETA.
Sólo cuando la izquierda haya rellenado sus caries intelectuales con los empastes de la Ilustración, y que en su tradición los encontraría en pensadores como Orwell o Camus, volverá a haber una alternativa electoralmente viable, ideológicamete consistente y moralmente respetable.
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