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NOSTALGIA DEL MITO

París no vale una misa

Francia es el espejo en el que no hay que mirarse. En el año 2003 dispone del mejor sistema administrativo, cultural, ideológico y económico para triunfar en el siglo XX. Está orgullosa de él, y no piensa modificarlo porque, desde la derecha y desde la izquierda, creen que es el resto del planeta el que va con el paso cambiado.

Sólo están un poco abatidos los trotskistas; como es sabido, la causa es que su secular tendencia a las escisiones internas y la falta de pragmatismo para llegar a acuerdos con otros grupos —como podría haber sido, por ejemplo, el Partido de la Caza, la Pesca y la Tradición— les impidió, hace un año, sumar más votos que Jospin, y desplazarlo así a la cuarta posición en las últimas Presidenciales. Por lo demás —y a la espera de la recuperación anímica de esa importante referencia de la vida política gala—, en el país que se siente llamado a dirigir el futuro de Europa, los dos dirigentes que recibieron el sufragio mayoritario de la población, Chirac y Le Pen, se esfuerzan cada día que pasa en demostrar que es mucho más lo que los une que lo que los separa. Porque si Le Pen es antiamericano, el otro también; y también son los dos acérrimos defensores de la excepción cultural; también estatistas ambos; también antiliberales; también nacionalistas; también reglamentistas; también proteccionistas agrarios los dos; también comparte el mismo miedo esa pareja ante el mundo que ha surgido después de la caída del muro; también coinciden en razonar siempre a la contra; y, si no fuera porque Chirac se le adelantó, hubiera sido el del Frente Nacional el primero en adoptar al Baas, la banda que rodea a Sadam Husein, como su partido hermano en Irak.

Y es que la Francia de hoy está mucho más unida y cohesionada que nunca. Porque los modales de orangután del segundo en las preferencias de sus ciudadanos para ocupar El Eliseo tampoco están tan lejos de los de José Bové, ese pastor de cabras que se dedica a romper escaparates, y al que toda la izquierda ríe las gracias. Porque con total normalidad se ha comprendido allí el pase de la base sociológica del Partido Comunista a la extrema derecha. Porque absolutamente nadie se ha percatado de lo ridícula que resulta, fuera de sus fronteras, su fantasía de la grandeur. Y porque al racismo tradicional de los unos se ha unido, ahora, un mal disimulado antisemitismo de los otros.

Hoy, Francia es el espejo en el que no hay que mirarse. En el año 2003 dispone del mejor sistema administrativo, cultural, ideológico y económico para triunfar en el siglo XX. Está orgullosa de él, y no piensa modificarlo porque, desde la derecha y desde la izquierda, creen que es el resto del planeta el que va con el paso cambiado. Para comprobarlo, basta con dirigirse a la sección de libros contra la globalización —a favor no suele haber ninguno— de cualquier librería española; el noventa por ciento está escrito por franceses (el otro diez por ciento son refritos de lo escrito por franceses, pero firmados y cobrados por españoles).

Ocurre que, desde Luis XV hasta anteayer, gran parte de los principios que sirvieron para hacer de un país grande un gran país habían sido redactados originariamente en francés, no por causalidad la palabra “burocracia” tiene su origen en ese idioma. Pero la gran virtud de Francia, con el tiempo, ha acabado transformándose en su peor vicio. Una sociedad, como la francesa, que ha sido creada por el Estado, y no al contrario, tiende, inevitablemente, a impregnarse hasta en el último rincón de su vida colectiva de los valores y las formas institucionales. No hay nada más francés que las ideas de jerarquía y autoridad centralizada. Y en el Gobierno, las empresas y la sociedad civil la toma de todas las decisiones únicamente desde arriba es algo que funciona bien cuando se vive en un mundo que es lento, simple, previsible y acotable; es algo que puede llegar a funcionar muy bien en un mundo que sea como ya ha dejado de ser el Mundo.

Hoy, Francia es un país anclado en la nostalgia del mito de Francia. Es el lugar en el que los nietos de los que redactaron la Enciclopedia promulgaron una ley para prohibir el software de codificación para el comercio electrónico, algo que es imprescindible para garantizar que los piratas informáticos no se puedan hacer con los códigos de las tarjetas de crédito de los clientes. Son los nietos de los que difundieron la idea del progreso por Europa y América pensando que van a poder encerrar Internet dentro de su pequeño Minitel. Mientras tanto, los mejores talentos informáticos de Francia ya se han ido a otra parte; por dar sólo una cifra, en el Silicon Valley de California hay censados más de 240.000 jóvenes profesionales de nacionalidad francesa.

Y, lejos de preocuparse por esa fuga de cerebros o por cumplir el Pacto de Estabilidad, los enarcas únicamente desbordan energía en su particular fuga de ideas eurocentristas. Por algo Francia ha decidido liderar un frente continental contra el modelo americano. Para Chirac es evidente que si, durante la última década, el PIB de EEUU ha crecido a una tasa media del 3,7 por ciento anual frente al 2,1 por ciento de la Unión Europea, quien tiene un problema de eficiencia no es la Europa del Estado del bienestar; y si el PIB por habitante de la UE sólo es el 64 por ciento del norteamericano, la interpretación de París es concluyente; no hay que parecerse a Norteamérica.

Cuando Francia aún era Francia, Marcel Proust identificaba la decadencia de la aristocracia gala en las reuniones para tomar el té; según él, los que en esa ceremonia ya sólo se podían hacer acompañar por grandes de España habían alcanzado el punto de no retorno en la pendiente del olvido. Eso ocurría cuando el idioma de París era la lengua de la diplomacia mundial, y cuando las señoritas, para serlo con decoro, sólo tenían que aprender algo de piano y, por supuesto, francés. Por eso, tal vez el mejor indicador para conocer el peso real de la Francia actual sea ver lo que pasa con su idioma. Y que, no hace mucho, todo un ministro de Cultura de Francia haya tenido que escuchar de labios de un Pasqual Maragall cualquiera que el francés podría recibir un apoyo fuera de sus fronteras a cambio de alguna concesión equivalente allí es más que un síntoma sobre su situación. Como también pudiera ser mucho más que un síntoma que en las escuelas y universidades de Irak ya únicamente se autorice la enseñanza del francés como lengua extranjera.


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