La Movida no fue un fenómeno novedoso; venía de Barcelona, donde había echado sus primeros brotes, y lo hacía huyendo del oficialismo y de un nacionalismo de nuevo emergente. Pero ni siquiera aquélla fue una novedad, pues las décadas de los 60 y los 70 habían visto movimientos parecidos en todo el mundo, en especial en el anglosajón, en la Gran Bretaña obrera y laboralista, en el Sur profundo y en el Norte noble y snob de los EEUU. Un rápido vistazo, un somero análisis de todos estos movimientos culturales y artísticos revela una diversidad descomunal de creadores, estilos, necesidades, intereses, reivindicaciones, gustos, realidades, amores e incluso odios. Era puro caos, una especie de anarquismo artístico, una ola novedosa y antigua, destructora y creadora, todo a la vez.
Es difícil definir el concepto de arte, es demasiado subjetivo como para que haya un acuerdo generalizado. Es posible que sí podamos estar de acuerdo sobre la calidad artística de Velázquez, pero es más discutible la de Andy Warhol o la de Miró, de los que no es difícil encontrar detractores que consideren sus obras una tomadura de pelo. Si apostamos por la crítica especializada, estamos tirando a la basura películas como Con la muerte en los talones de Alfred Hitchcock, que no tuvo un estreno muy afortunado. Si consideramos que el éxito comercial es lo determinante, ¿acaso el actual gobernador de California no tiene buena parte de sus películas entre las más exitosas del cine de todos los tiempos? ¿No son programas de televisión como Gran Hermano ejemplos de lo que la gente quiere y debe ver?
Todos y cada unos de nosotros tenemos nuestros propios intereses, gustos y necesidades culturales, intelectuales y artísticas, que serán diferentes de los de nuestros vecinos, amigos y familiares. Si hay un sistema lógico y coherente para permitir que los creadores entren en contacto con sus potenciales clientes es el del mercado. La proliferación artística es fruto de la libertad, y la libertad es un atributo necesario en el libre mercado. Será el entorno adecuado para aquél que quiera ganarse la vida con ello, pero también lo será para el que sólo quiera expresarse sin más reivindicaciones y aspiraciones que las meramente artísticas. Pintores como Van Gogh o escritores como John Kennedy Toole sólo triunfaron después de muertos, y con éxito apabullante, dadas las cifras que alcanzan los cuadros del primero y el número de libros vendidos por los herederos del segundo.
Pero el arte y la cultura en general es, además de una fuente de satisfacción personal, una enorme herramienta para los que quieren transmitir una idea, un mensaje ideológico o un credo político. Las grandes dictaduras controlan ciertos movimientos artísticos y desacreditan o persiguen los que les son peligrosos o contrarios a sus intereses o dogmas. En las democracias, el Estado tiene más dificultades para este tipo de manipulaciones, pero existen, y en algunos casos son muy exitosas. La creación de políticas estatales que favorecen un determinado estilo en forma de subvenciones y otras ayudas no es nueva; la creación de grupos de artistas cercanos a ciertas causas sociales y políticas, tampoco. Su consecuencia directa es la aparición de parias que, de no seguir las indicaciones ideológicas, terminarán alejados de los dineros públicos, que, debemos recordar, vienen de todos los contribuyentes. Las empresas, como en otros casos, acuden gustosas a estos recursos inmorales, relativamente fáciles de conseguir si se sabe pelotear bien; los grandes consorcios de la comunicación buscan mantenerse cercanos al poder o al menos no enfadar al Gobierno de esos cuatro años. Las políticas estatales son elementos que desactivan la proliferación artística, que callan a aquellos que molestan, que imponen gustos, que terminan adoctrinando y que a la larga, producen un arte mediocre, homogéneo y regular.
El ciudadano es el principal perjudicado, ese ciudadano al que dicen proteger, ese ciudadano por cuya cultura y forma de vida dicen velar. El arte es básicamente anarquía, y cada uno cogemos de él lo que nos gusta y desechamos lo que nos repele o lo que no nos llama la atención. De ese proceso salen grandes bombazos comerciales, eternos movimientos artísticos, celosos defensores de la pureza artística, rompedores de la tradición establecida, puristas fanáticos, buscadores de mitos, tribus absurdas, idiotas snobs, aprovechados y, si se me apura, hasta artistas.
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ALBERTO ILLÁN OVIEDO, miembro del Instituto Juan de Mariana.