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AL MICROSCOPIO

Soy un producto transgénico: ¡Cómpreme!

Ya están aquí las etiquetas. Desde esta misma semana, todos los productores de alimentos de la Unión Europea están obligados a etiquetar de manera especial sus productos si alguno de sus ingredientes contiene más del 0,9 por 100 de material transgénico. Ésta es una de las consecuencias de la entrada en vigor de los Reglamentos 1830/2003 y 1829/2003 sobre organismos modificados genéticamente.

Si un producto, destinado al consumo humano o a la alimentación de animales, supera el umbral de modificación del 0,9 por 100 deberá llevar una leyenda en su etiqueta que diga "producto modificado genéticamente". Si se trata de un compuesto entre cuyos ingredientes se encuentra uno modificado (por ejemplo, un colorante), deberá también especificarse.
 
Pero eso no es todo: los implicados en la producción, distribución y venta de dichos alimentos habrán de cumplir unos exigentes controles de trazabilidad. Cada eslabón de la cadena debe exigir al anterior toda la información referente a las modificaciones genéticas realizadas en el producto y conservar dichos datos durante cinco años.
 
Como resultado de estas medidas, realmente rigurosas, los europeos podremos jactarnos de contar con los alimentos transgénicos más seguros del mundo. Es más, podremos asegurar sin temor a equivocarnos que un producto modificado genéticamente que haya llegado a nuestros mercados habrá sufrido muchísimos más controles de seguridad que su equivalente no modificado. Sin embargo, como viene siendo habitual, algunas organizaciones ecologistas han jugado con excelente habilidad sus cartas manipuladoras para hacer cundir la idea de que las etiquetas sobre transgénicos son, más que una garantía de excelencia, una señal de alarma. Frente a su propuesta, absolutamente acientífica, me voy a permitir elevar una alternativa. En contra de lo que los "verdes" piensan, las etiquetas no significan "peligro: producto transgénico", sino "atención, soy un producto modificado, cómpreme sin miedo".Explicaré por qué.
 
En primer lugar, el umbral del 0,9 por 100 como límite de la obligatoriedad de etiquetar no es, ni mucho menos, un umbral de seguridad. Todos los productos modificados que han sido autorizados en los últimos 30 años son igualmente seguros a cualquier dosis. 0,9 es el límite al que los científicos creen que puede controlarse una modificación. Por debajo de esa cantidad, la presencia de genes de especies distintas a la de la planta producida es meramente accidental y no puede ser evitada (salvo que se cultive cada semilla de maíz, por ejemplo, en un ambiente totalmente aislado del entorno).
 
Además, la obligación de etiquetar y seguir la trayectoria de cada ingrediente se deriva de una curiosa paradoja: es imposible detectar mediante análisis de producto final si se ha producido una modificación. Pongamos por ejemplo que una salsa de soja ha sido contaminada con una bacteria infecciosa durante su manipulado. Cualquier análisis podría detectar dicha bacteria y determinar la peligrosidad de la salsa. Pero las manipulaciones genéticas permitidas son tan inocuas que no producen diferencia detectable en el producto elaborado. Las autoridades, presionadas por el "miedo a lo transgénico" que han sabido infundir los ecologistas, se han visto impelidas a obligar a los productores a declarar las manipulaciones efectuadas. Pondré un ejemplo, aunque reconozco que es burdo. Si mañana, una corriente esotérica y pseudocientífica lograra impregnar a la sociedad de la idea de que los nacidos el 20 de mayo de cada año dan mala suerte, no habría forma humana de diferenciar a estos supuestos gafes del resto de los ciudadanos. ¿Qué pasaría si los gobiernos obligaran a estos infortunados a declarar su fecha de nacimiento mediante una etiqueta en la frente?
 
En cualquier caso, el etiquetado de organismos modificados parece una medida saludable. Puede ser excesivamente rigurosa, pero no deja de tener efectos muy positivos para el consumidor y para la industria. Ignoro si realmente la sociedad demanda una información tan exhaustiva sobre los transgénicos, si nos sentimos más necesitados de control ante estos alimentos que ante los cultivados tradicionalmente y si la opinión generalizada de los ciudadanos no hubiera sido muy distinta de haberse realizado una correcta educación científica en lugar de la consabida desinformación ecologista. Probablemente, lo que ha ocurrido es que el lobby verde ha vuelto a hacer creer a las autoridades que los votantes estamos realmente preocupados por los peligros de la transgénesis y esta invocación paranoica al miedo ha sido más poderosa que los argumentos científicos; esos que nos dicen, por ejemplo, que durante las décadas en las que se han consumido productos modificados en países como Estados Unidos no ha habido ningún caso de efecto negativo para la salud relacionado directamente con la modificación.
 
Las nuevas etiquetas no son malas (nadie puede estar en contra de la correcta información al consumidor) pero es muy probable que fueran innecesarias. ¿Sabe el ciudadano la cantidad de modificaciones genéticas naturales que se realizan en el cultivo tradicional del melón, sin ir más lejos? ¿Sabe cuántos genes que originalmente no estaban en la especie, tienen hoy nuestras vacas y nuestros corderos? ¿Sabe que el ser humano lleva produciendo modificaciones genéticas mediante la selección, el cruce y la hibridación desde el mismísimo amanecer de la agricultura?
 
El exceso de celo parte de una consideración errónea de lo transgénico como perjudicial. Y, aquí, una vez más, la propaganda ecologista ha vuelto a ganar a la pusilanimidad de los científicos. Para empezar, se ha generalizado el término "producto modificado genéticamente" donde debería decirse "producto mejorado genéticamente". Y es que no se permite absolutamente ninguna manipulación genética que no suponga una mejora en las propiedades del alimento en cuestión. En segundo lugar, los controles estrictos sólo evalúan los posibles peligros de dichas manipulaciones , lo cual es imprescindible para garantizar la seguridad sanitaria. Pero, una vez ésta está garantizada, no existen iniciativas para evaluar los beneficios de la manipulación.
 
Sería deseable que en un futuro no muy lejano las etiquetas de alimentos transgénicos incluyeran una reseña de sus excelencias igual que hoy ocurre, por ejemplo, con las leches que están enriquecidas con Omega 3. Nadie cuestionará a partir de hoy las etiquetas "transgénicas", entre otras cosas porque quedaría expuesto al oprobio de lo políticamente incorrecto. Pero no estaría de más advertir que, dados los controles de seguridad establecidos y la evidencia científica acumulada a favor de la inocuidad de estos productos, la invocada libertad de elección del consumidor quedará reducida a un acto meramente ideológico. A partir de ahora, si usted decide dejar de comprar un producto porque lleve la etiqueta especial de "producto modificado genéticamente" habrá de saber que lo hace por mera posición de conciencia. Ningún argumento científico y técnico avala el rechazo a lo transgénico que, gracias al etiquetado y a los controles sanitarios, queda equiparado al rechazo de los testigos de Jehová a transfundirse sangre o al de los vegetarianos a comer carne: simples creencias, respetables, pero creencias.
 
En otra ocasión, también sería bueno que la industria de la alimentación expusiera los perjuicios económicos que provocan los costes derivados del cumplimento de la nueva normativa (aumento de los medios de producción, pago de los controles, duplicación de etiquetas...) y que sin duda van a repercutir en el precio final. Porque sería una pena que, lo que no se ha conseguido mediante la paranoia (es decir, acabar con la prometedora herramienta de la genética), se consiguiera mediante la incapacidad de competir libremente en el mercado. ¿O es que vamos a pedir que se etiqueten y tracen por igual todos los productos, incluidos los tradicionales, biológicos, verdes, ecológicos, ligth, enriquecidos, bajos en calorías, libres de gluten, envasados al vacío?
 
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