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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Tribunales e injusticias

Volvemos a las andadas con las ambiciones de protagonismo internacional de Baltasar Garzón. Debería concentrarse en lo suyo, por ejemplo la lucha contra ETA y sus máscaras batasunas. Pero resulta que no se ha enterado que hizo el ridículo con el “caso Pinochet” y repite.

Odio a los tribunales, lo confieso. Tengo que hacer un esfuerzo de racionalización frío, objetivo, desapasionado, para reconocer que no hay sociedad civilizada sin leyes y que, por lo tanto, son necesarios los jueces, magistrados, tribunales, para que se respeten dichas leyes, y cárceles para castigar a los delincuentes (también odio las cárceles, incluso más). Claro, que hay leyes buenas y leyes malas, medianamente buenas o medianamente malas, y además las leyes evolucionan al compás de las evoluciones de la sociedad; en los países democráticos, se entiende, en los islámicos, el Corán sigue siendo la única ley.

En los países civilizados, pues, Oscar Wilde no sería hoy encarcelado por homosexualidad. En cambio, dentro de poco se cambiarán las absurdas e ineficaces leyes represivas contra la droga, que solo benefician a los traficantes y que no impiden a nadie drogarse, más bien al revés. Pero si mi odio por los tribunales puede calificarse de apasionado e irracional, y en ese contexto siempre me imagino acusado, presunto culpable, jamás juez o fiscal, también se basa en bastantes aquelarres históricos que me parecen evidentes, como los tribunales de la Inquisición, con sus hogueras y torturas, que la propia iglesia católica ha condenado no hace tanto. También los tribunales revolucionarios del terror jacobino, durante la Revolución francesa, que nadie ha condenado, más bien exaltado en los libros de Historia. Y pasemos directamente al siglo XX, con plétora de procesos, tribunales de represión y millones de víctimas inocentes, juzgadas o no. Uno de los procesos más famosos, en su tiempo, fue el de Dimitrov por el incendio del Reichstag en 1933 en la Alemania nazi. Pura farsa, una de las primeras colaboraciones entre nazis y soviéticos, colaboración que tuvo sus altibajos, según los vaivenes políticos de los dos dictadores, Hitler y Stalin, y que se reanudó durante nuestra guerra civil con los acuerdos secretos entre Moscú y Berlín para que ganara Franco. Con lo cual, la tesis bastante difundida de que el generalísimo nos libro, al menos, de una dictadura comunista resulta ridícula. ¿Cómo podía triunfar el comunismo en nuestro país en 1939 contra Stalin?

Volviendo al tema, sufrimos la vergüenza del proceso del POUM, exigido por Stalin, copia de los tremendos procesos de Moscú en 1936 y 1938, en los que la “vieja guardia bolchevique” fue aniquilada. Lo mismo ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial en las llamadas democracias Populares. Lo que casi nadie ha notado, y desde luego ningún ex comunista convertido en socialburócrata, es que en todos esos procesos comunistas una de las acusaciones más graves, siempre implícita, jamás explícita, era que los condenados a muerte era “cosmopolitas”, o sea, judíos. Bolcheviques, resistentes, comunistas hasta la médula, con las manos manchadas de sangre —y por eso no pudieron declararse inocentes en sus respectivos procesos, puesto que “yo he hecho lo mismo que lo que me están haciendo”—, pero ante todo judíos, por lo tanto, fusilados. ¿No sabían que Stalin era tan antisemita como Hitler?

Otro proceso con repercusiones internacionales, que ha sentado cátedra y creado jurisdicción, y que constituyó una gigantesca estafa, es el del tribunal de Nuremberg contra los nazis tras la Segunda Guerra Mundial. Ya tuve ocasión de señalar aquí que, siendo los fiscales los vencedores, y entre ellos, claro, la URSS, ya que había contribuido a la victoria, todo era falso, o mejor dicho, verdad y mentira a la vez. Verdad que los nazis habían cometido crímenes por doquier, mentira que los soviéticos tuvieran derecho a juzgarles, ya que habían cometido tantos o más crímenes. Fue como si en un proceso contra la mafia, la mitad de los fiscales fueran de la mafia, tal vez de otra “familia”, pero tan mafiosos como los condenados. El Tribunal de Nuremberg sirvió a la vez para condenar al nazismo y para prohibir toda condena del totalitarismo comunista. Vencedores, por lo tanto, demócratas, y en eso seguimos.
Voy a dar un ejemplo al que no aludí anteriormente: en 1943, las tropas alemanas descubren en Katyn, aldea en las cercanías de Smolensk, en Rusia, una fosa con miles de cadáveres de oficiales y suboficiales polacos. En este, como en otros casos, las cifras varían. Se habla de 4.500 y hasta 36.000 cadáveres. Los alemanes acusaron a los soviéticos de esa masacre, los soviéticos acusaron a los alemanes y en Nuremberg añaden Katyn a la larga lista de atrocidades realmente cometidas por los nazis, pero esta es falsa. Los criminales fueron los soviéticos, como lo demostró una comisión norteamericana en 1953 y lo confirmaron las autoridades rusas después de la implosión de las URSS.

En estas condiciones, ¿cómo no sentir recelo, inquietud y hasta repulsa por los Tribunales con mayúsculas? ¿Cómo voy a aplaudir, como hacen tantos, a la creación de estos Tribunales Internacionales contra los crímenes de guerra y crímenes contra la Humanidad mientras Fidel Castro o los dirigentes norcoreanos, y tantos más, no están sentados en el banquillo? ¿Se condenará siempre y únicamente a los vencidos como Milosevic? Yo he combatido, de la única manera a mi alcance, escribiendo artículos contra Milosevic, su régimen, su ejército y su depuración étnica pero el espectáculo del Tribunal de La Haya es siniestro.

Lo esencial, la destrucción de su dictadura, se ha logrado. Que Milosevic derrotado se vea confinado en algún sitio o juzgado pero en Belgrado es cosa de los serbios. ¿O resulta que los “pequeños países” no son soberanos? En este sentido también saludo a la administración Bush no sólo por haber intervenido en Irak, no sólo por haberse retirado de la Conferencia de la ONU en Durban, tan antisemita y pronazi presidida por ese cretino de Kofi Annan, no sólo por no haber firmado los grotescos acuerdos de Kioto, sino también por negarse a participar en ese proyecto de Tribunal internacional, universal y faraónico contra los crímenes de guerra de los vencidos.

Y ahora volvemos a las andadas con las ambiciones de protagonismo internacional de Baltasar Garzón. Debería concentrarse en lo suyo, por ejemplo la lucha contra ETA y sus máscaras batasunas. Pero resulta que no se ha enterado que hizo el ridículo con el “caso Pinochet” y repite. Yo soy visceralmente enemigo de toda dictadura, que sea argentina, paraguaya, checa o española, pero querer juzgar en España (o en Francia ya que exigen lo mismo para los mismos militares) a los culpables supuestos de crímenes cometidos durante la dictadura militar, y los hubo, no cabe la menor duda, no es serio.

Argentina no sólo ha vivido una dictadura militar, vivió durante un largo periodo una guerra civil más o menos larvada en la que los montoneros peronistas luchaban a tiros y bombas contra peronistas no montoneros y hubo demasiadas víctimas y, que yo sepa, ese embrollo sangriento no ha sido del todo elucidado. Hubo, es cierto, amnistías. Las amnistías son cosas serias pero el presidente Kirchner las anula para los militares sospechosos de crímenes contra la Humanidad. ¿Por qué no se atreve a juzgarles en su propio país? Me dicen que Kirchner fue un dirigente de las Juventudes Revolucionarias peronistas y cabe preguntarse: ¿qué era eso? ¿También dispararon, pusieron bombas, asesinaron y contra quién? Pero con la lógica “justicialista” actual no se juzga a los vencedores y él ha vencido, ha sido elegido presidente y eso nadie, ni yo, lo pone en duda. Pero, ¿qué sentido tiene juzgar a presuntos criminales argentinos en Madrid o en París? A menos que sólo se trate de propaganda y autobombo para Kirchner, Garzón y algunos más. Pero las víctimas, todas las víctimas, se merecen mayor respeto y consideración. Y menos show. ¿Entienden porqué odio a los Tribunales?



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