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COMER BIEN

Gastronomía: A partir un piñón

Cuando yo era pequeño, para mí, los piñones eran una de las golosinas típicas de la Navidad, de las golosinas, digamos, “de menor cuantía”; iban envueltos en un blanco baño de azúcar y llegaban a la mesa en la misma bandeja que las almendras sometidas al mismo tratamiento y las almendras garapiñadas.

Poco después encontré piñones en las morcillas dulces que mi abuela compraba en una carnicería cercana a mi casa; morcillas en cuyo interior había, efectivamente, pasas y piñones, y que aún hoy siguen gustándome mucho y que saboreo en muy distintos lugares de España, desde La Coruña a las Canarias. Más adelante descubrí, y fue un hallazgo muy satisfactorio, que pasas y piñones formaban una magnífica pareja, que tenía su mejor expresión en las espinacas a la catalana. Y, por último, los piñones pasaron a ser ingrediente apreciado en muchas de las ensaladas que se preparan en mi casa, siempre tras un breve paso por la sartén para que liberen con más generosidad todo su aroma.

Por ahí adelante uno puede encontrarse piñones en no pocas especialidades; suelen formar parte, con aceite virgen, algo de ajo y muchas hojas de albahaca, que son mejores si son pequeñitas y están recogidas justo cuando la planta está en flor, de esa salsa genovesa que, con el nombre de “pesto”, acompaña distintos platos de pasta en la costa de Liguria. Con el nombre de “pistou”, puede encontrarse algo muy similar en la Provenza. Pero con los piñones, con las semillas del pino, pueden hacerse muchas más cosas. Y una de las más satisfactorias es una variante de esa delicia malagueña que conocemos como “ajo blanco” o “ajoblanco”, que de ambas formas lo he visto escrito y nunca he sabido con cuál de las dos quedarme... aunque me quede, eso sí, con el plato, una de las sopas frías con más personalidad que conozco.

Lo habitual es hacerlo con almendras, aunque también lo he probado hecho con habas. Pero con piñones queda excelso, y hasta me da la impresión de que es el más blanco de todos los ajoblancos. Ante todo, pusimos los piñones (unos 150 gramos) a remojo, en agua con unas gotas de vinagre, y los tuvimos así diez minutos, dándoles tiempo a hidratarse y a esponjarse como si les hubiéramos dado un homenaje. Los pusimos después en un colador, desechando el líquido, y los refrescamos bien al chorro de agua fría.

Así las cosas, los pasamos al robot de cocina, en cuyo recipiente les unimos un poco de sal, cuatro rebanadas (unos 75 gramos) de pan candeal sin corteza —el pan candeal es blanco, blanco—, previamente remojado en leche y posteriormente escurrido a conciencia, y un diente de ajo pelado. Hicimos funcionar el robot y fuimos añadiendo aceite virgen —en esta ocasión, por fidelidad al origen del plato, usamos uno, espléndido, de Málaga, de la variedad Hojiblanca— hasta que la cosa alcanzó una textura similar a la de una mayonesa.

Conseguido este objetivo, empezamos a echar agua fría, sin dejar de darle vueltas al conjunto, hasta que logramos la consistencia deseada, que es cuestión bastante personal; a nosotros nos gusta el ajoblanco más líquido que untuoso. Cumplidas todas estas operaciones, pasamos el resultado a una jarra de cristal que depositamos en la nevera hasta el momento de la verdad.

Ya en la mesa, servido en las tazas correspondientes, procedimos a añadirle los necesarios “tropezones”; elegimos dados de un melón que salió estupendo. Hechas las oportunas averiguaciones, no hubo más remedio que convenir en que los piñones, así tratados, están riquísimos. Quede constancia de que el melón es opcional; lo clásico es ilustrar el ajoblanco con uvas dulces, mejor si se toman el trabajo de despepitarlas y hasta de pelarlas. Pero también le van muy bien unos daditos de melocotón, e incluso de mango.

El problema, con el ajoblanco, es el mismo que suscitan los gazpachos rojos: qué beber con él. Hay muchas opiniones, muy doctas, al respecto; he de decir que ninguna de ellas me ha parecido muy satisfactoria. Quizá un blanco de mesa andaluz, aunque son muchos los partidarios de un fino jerezano; pero, en la duda, y dado que de alguna manera los gazpachos, rojos o blancos, son en sí mismos una bebida, suelo dejarlos sin compañía y bebo, si acaso, antes, en el aperitivo, y después, con el resto del menú, pero no “durante”.

Total, que después de un plato como éste uno mira con mejores ojos a los pinos; en alguna receta citada por Cunqueiro he visto proponer el uso de sus hojas, más bien sus agujas; pero, francamente, no me convencen demasiado. Los piñones, sí; he de reconocer que, tal vez por influencia de mis recuerdos infantiles, los sigo considerando una golosina, pero una golosina que ya no oso considerar “de menor cuantía”: dan mucho y buen juego en la cocina. Y, después de todo, siempre podrán, después de saborear un día veraniego esta versión del ajoblanco con su pareja, presumir de que están, literalmente... a partir un piñón, que es como deberíamos estar siempre con nuestra pareja.


© Agencia Efe


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