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PERIODISMO

Un oficio de museo

Los manuales de periodismo prescriben que cualquier noticia que se precie debe incluir un vínculo con el presente, esto es, que ninguna pieza que no esté veteada de actualidad merece la posteridad de las hemerotecas.


	Los manuales de periodismo prescriben que cualquier noticia que se precie debe incluir un vínculo con el presente, esto es, que ninguna pieza que no esté veteada de actualidad merece la posteridad de las hemerotecas.

En la mayoría de los textos, ese presente nos salta a los ojos hasta cegar cualquier otro sentido probable; en otros, la relación entre lo urgente y lo importante presenta un cariz más sinuoso. Así, el siniestro del Costa Crucero nos permite llevar a cubierta el hundimiento del Douro para compararlo, a su vez, con el del Titanic. O la inminente publicación de la correspondencia entre Luis Rosales y Pablo Neruda abre en el diario un boquete por el que entran a chorro los años setenta. En cierto modo, la sintaxis del oficio de periodista es asombrosamente laxa cuando se trata de acomodar el pasado. Lo que las reglas no permiten, por mucho que las violentemos, son los exorcismos inopinados, los aquelarres nostálgicos, el ordeño compulsivo del ayer. Y sin embargo, es éste precisamente el tipo de literatura (¡lo llaman periodismo y no lo es!) que, en los últimos tiempos, atesta los digitales que nacieron con la crisis.

La mención de la crisis no es fortuita. La caída de las tres fuentes de ingresos de los medios de comunicación tradicionales, es decir, las suscripciones y las ventas al número, la publicidad y las subvenciones (más o menos encubiertas, según la empresa de que se trate), no sólo ha precipitado el cierre de algunos diarios y comprometido la viabilidad de casi todos, también han favorecido un tipo de negocio basado en el principio de gratuidad, que, grosso modo, se expresa del siguiente modo: los redactores hacen ver que cobran, los editores hacen ver que pagan y los lectores hacen ver que leen. El hecho de que el trabajo no esté retribuido es uno de esos pecados que llevan en el envés la penitencia: por un lado, supone un ahorro que aligera la inversión inicial; por otro, condena al editor a relajar los controles de calidad, lo que redunda en que cualquier material sea publicable: basta con que el autor lo conciba como tal. Al final de este círculo vicioso hay un editor que susurra: "¡Total, no lo pago!", y un colaborador que chasquea: "¡Total, no lo cobro!". La aleación perfecta para que el lector se abra las carnes y profiera: "¡Total, no lo leo!".

No habrá de parecer extraño que, en ese caldo de cultivo, se rinda tributo al pasado. Los revivals están a tiro de google, mientras que cultivar el presente cuesta dinero. En este sentido, los consejos que anotara Chejov a propósito de su viaje a Sajalin no han perdido un ápice de vigencia. El cerco a la actualidad sigue exigiendo unos buenos zapatos, un cuaderno de notas y visitar algún que otro cementerio.

Otro efecto de la crisis, inexorablemente vinculado a la manufactura del pasado, es el progresivo desmantelamiento de las redacciones. Dado que la expectativa estilística de esta clase de publicaciones no deja de ser una simple recreación melancólica, a qué una sede física; a qué, si la ceremonia de hurgar en el recuerdo apenas requiere sincronizar los relojes con uno mismo. La conversación de la que había de surgir el orden del mundo ha sido hoy reemplazada por la atomización de los redactores, que pierden su estatus para pasar a ser colaboradores.

La obsoletización de las oficinas de redacción no es un fenómeno que afecte únicamente a las revistas culturales. Al fin y al cabo, hace ya veinte o treinta años que la mayoría de ellas se tiene en pie con tan sólo un director, un editor jefe y una secretaria de redacción. Los cambios a los que aludo se ciernen ya sobre los diarios, donde la cuota de colaboradores que no pisan la redacción tiene tanta o más entidad que los periodistas de mesa.

En no pocos casos, lo que esos colaboradores escriben no guarda vínculo alguno con la cabecera que los guarece, de suerte que el artículo opera de forma autónoma, sin que la superficie del periódico condicione, como antaño, las hechuras del contenido. Más allá del capricho del editor, en efecto, no hay razón atendible para que algunos de los artículos que leemos en la home no puedan ver la luz en el blog del autor y viceversa.

En cierto modo, la inexistencia de relaciones orgánicas (o, cuando menos, el hecho de que éstas adquieran un carácter más laxo) entre el periodista y el medio prefigura el advenimiento de un paisaje sin quioscos ni jerarquía, donde la disolución de los periódicos en el caudal de Twitter dará paso al triunfo definitivo de los gurús.

A no ser, claro, que el periodismo vuelva en sí, para lo cual habrá de despreciar, como solía en los tiempos en que había redacciones, la conjugación de los verbos en pasado.

 

albertdepaco.blogspot.com

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