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SÍNODO DE LOS OBISPOS

¿Es demasiado duro este lenguaje?

Benedicto XVI no ha querido inaugurar el Sínodo con paños calientes o discursos diplomáticos. Como sucesor del apóstol Pedro tiene el deber de guiar la barca de la Iglesia y ciertamente sopla la tempestad, aunque tampoco es la primera vez en veinte siglos. La homilía de inicio del Sínodo ha sido una verdadera lección de teología de la historia, ha marcado la diferencia entre el optimismo vacuo y la esperanza cristiana.

Benedicto XVI no ha querido inaugurar el Sínodo con paños calientes o discursos diplomáticos. Como sucesor del apóstol Pedro tiene el deber de guiar la barca de la Iglesia y ciertamente sopla la tempestad, aunque tampoco es la primera vez en veinte siglos. La homilía de inicio del Sínodo ha sido una verdadera lección de teología de la historia, ha marcado la diferencia entre el optimismo vacuo y la esperanza cristiana.
Benedicto XVI

Como siempre, el Papa ha arrancado su predicación de la propia Palabra de Dios, a la que por cierto se dedica esta asamblea eclesial. Y eso porque para valorar el momento que viven la humanidad y la Iglesia, el cristiano no debe apoyarse principalmente en sagaces análisis, sino en el juicio que nace de esa Palabra recibida, meditada y proclamada al mundo por la comunidad eclesial. Y ciertamente, esa Palabra suele resultar como una espada tajante que deja al descubierto falsedades, acomodaciones y dobleces, tanto personales como sociales.

La historia de Dios con el hombre siempre es un drama, porque implica la iniciativa de Dios y la libertad del hombre, que puede abrirse a ella o rechazarla. Así sucedía ya con el pueblo de la antigua alianza, y así sigue sucediendo en el tiempo de la Iglesia. El Papa ha aplicado la parábola de los viñadores malvados a la situación de los pueblos que han recibido la fe hace siglos y que si en un tiempo gozaron de una gran riqueza de fe y de vocaciones, ahora están perdiendo su identidad bajo la influencia de una cierta cultura moderna. Palabras que pueden resultar duras pero que no hacen sino reflejar la cruda realidad y que van dirigidas sobre todo a las propias comunidades cristianas que con su tibieza y su reducción de la fe se van disolviendo progresivamente.

Después el Papa se dirigió a esa humanidad que ha dado la espalda a la fe de sus raíces y que ha preferido poner su esperanza en los ídolos, ya sean estos la ideología, la ciencia o el consumo. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, cuando declara que "Dios ha muerto", ¿es verdaderamente feliz? Es un asunto que Benedicto XVI ha examinado profundamente en su magistral encíclica Spe Salvi y que ahora retoma con el altavoz del Sínodo: "Cuando los hombres se convierten en propietarios absolutos de sí mismos y únicos dueños de la Creación, ¿pueden verdaderamente construir una sociedad en la que reinen la libertad, la justicia y la paz?" Resuena aquí la afirmación central de El drama del humanismo ateo, de Henri de Lubac, que por cierto, acaba de reeditar Ediciones Encuentro. El propio desarrollo de la historia ha mostrado y muestra que el sueño del hombre autosuficiente y cerrado a la pregunta por el Infinito, que pretende procurarse por sí mismo lo que necesita para ser feliz, se convierte en una pesadilla.

Lo que aparece en seguida no es la arcadia tantas veces prometida, sino que "se difunden el poder arbitrario, los intereses egoístas, la injusticia y el abuso, la violencia en todas sus expresiones". El llorado escritor ruso Alexander Solzhenytsin reconocía en el alejamiento de Dios la clave del desierto espiritual y moral que experimentaron las sociedades bajo la bota del comunismo, pero después encontró que esa era también la raíz del desasosiego de occidente, de su patético conformismo y de su falta de horizontes. ¿Es para escandalizarse que el Papa señale de este modo una crisis de civilización que han glosado de tantas formas los hombres más libres de la literatura y el pensamiento contemporáneos? En el propio fracaso humano de la pretensión de liberarse del Misterio, radica ese "castigo" del que habla el Papa y que escuece a no pocos oídos. Un castigo que en el fondo es la medicina para reabrir el corazón a su propia sed del Infinito.  

Pero la profecía de la viña que proponía la liturgia del pasado domingo no termina ahí. Hay una promesa que realiza el Señor y que ni el odio de las ideologías ni la tibieza de los cristianos han logrado abolir: "la viña no será destruida". La Iglesia mira su propia historia y reconoce que de la postración más oscura ha surgido siempre misteriosamente una renovación. Eso sí, la forma, el rostro y el lugar geográfico de esa nueva vida suelen confundirnos porque no se adaptan a nuestras previsiones. Por glorioso que sea el pasado de la fe de un pueblo, jamás tiene asegurado mecánicamente su porvenir. La fe crece y la fe muere porque depende de la respuesta libre de cada nueva generación, mejor, de cada nuevo hombre o mujer que aparece sobre la faz de la tierra. No sabemos pues quién llevará el testigo en los años venideros, pero podemos estar seguros de que "si en algunas regiones la fe se debilita hasta extinguirse, siempre habrá otros pueblos dispuestos a acogerla".

Benedicto XVI ha concluido su homilía advirtiendo que "sólo la Palabra de Dios puede cambiar profundamente el corazón del hombre", y por eso la Iglesia desparrama su riqueza cuando pone el acento en otra cosa distinta que el anuncio de Jesucristo, Palabra viva que se comunica en las Sagradas Escrituras, en la Eucaristía y en el cuerpo de la Iglesia ensamblado por la caridad. Hay un apremio de fondo en este mensaje que sirve de pórtico a los trabajos de los obispos llegados de todo el mundo: la soledad, el vacío, pero también la sed de nuestros contemporáneos, urgen a los cristianos de todo continente a responder a quien les pida razón de la esperanza que portan consigo. De eso trata este Sínodo, ni más ni menos.

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