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CINE

My Blueberry nights

Con sus cincuenta años, Wong Kar-Wai, además de un gran cineasta, es más listo que el hambre. Sabe crear productos de diseño al gusto de críticos influyentes y festivales occidentales (fue el primer director chino que ganó la palma de oro de Cannes en 1997 con Happy Together). Maneja los ingredientes con precisión manipuladora y aplica la receta a la perfección.

Con sus cincuenta años, Wong Kar-Wai, además de un gran cineasta, es más listo que el hambre. Sabe crear productos de diseño al gusto de críticos influyentes y festivales occidentales (fue el primer director chino que ganó la palma de oro de Cannes en 1997 con Happy Together). Maneja los ingredientes con precisión manipuladora y aplica la receta a la perfección.

Maneja los ingredientes con precisión manipuladora y aplica la receta a la perfección. Claro, viene de la televisión, donde se formó a la sombra del famoso productor Alan Tang. Pero Kar-Wai demuestra más habilidad que el danés Lars von Trier, que hizo lo mismo con la invención de Dogma 95. Porque Wong Kar-Wai, a diferencia del danés, no reivindica nada, no se opone a nadie. Sencillamente cautiva y embauca haciendo lo que le da la gana, sin discursos ni tomas de postura ideológicas o estéticas. Pero aún hay otro mérito: a pesar de que se nota ese diseño interesado, hay tanto talento dentro de su cine y tanta humanidad, que es imposible desecharlo como si de un director de productos inauténticos se tratara.

Como muchos directores europeos y asiáticos, Wong Kar-Wai ha optado por acercarse a Hollywood y buscar nuevos públicos y seguidores en los foros occidentales. Para ello, este chino de Shangai formado en Hong Kong, abandona los rostros orientales de sus anteriores films y contrata nada más y nada menos que a Jude Law, David Strathairn, Rachel Weisz y Natalie Portman. Y como protagonista a la norteamericana Norah Jones, la famosa cantante y pianista de jazz de origen indio. Y consigue sacar de ellos lo mejor.

El argumento es muy sencillo, de tono muy postmoderno y evocador de muchas cintas contemporáneas: Jeremy es el solitario encargado de un restaurante de barrio en Nueva York. Un día una cliente, Lizzie, golpeada por un desengaño amoroso, se sincera con él y le abre su corazón. Ella comienza a frecuentar a Jeremy en su restaurante hasta que un buen día desaparece. Decide huir de su pasado recorriendo los Estados Unidos. En su periplo se encontrará con tres personas que le cambiarán la vida: Arnie, un policía abandonado por su mujer; Sue Lynne, la esposa del anterior, y Leslie, una joven jugadora adicta al póker. Todos tienen heridas en su corazón, heridas que ayudarán a Lizzie a madurar su propio dolor, a descubrir su verdadera necesidad y el valor de las cosas que merecen la pena.

Esta historia de soledades compartidas, tema recurrente del cine contemporáneo (Babel, Crash, Vidas contadas, Nueve vidas, Solas...) es objeto de una puesta en escena muy personal y de apariencia experimental. Rodada casi sin guión y apoyándose en los actores, como sus últimos films, Wong Kar-Wai manipula en postproducción muchas escenas, las más emotivas, produciendo el efecto de "avance fotograma a fotograma" de los magnetoscopios. A eso se añaden colocaciones de cámara inauditas o sofisticadas, por ejemplo, tras las lunas de los escaparates, y un uso dramáticamente enfático de la música. En este sentido, Wong Kar-Wai se hace un auto-homenaje, al repetir su famoso tema musical de In the mood for love, en una de las secuencias más importantes del film. El resultado global es magistral, inolvidable, un cóctel de delicadeza y emociones, imágenes sugerentes y hondo sentido dramático. Y todo ello al servicio de una mirada auténtica sobre el ser humano. El mensaje es claro: el amor humano es insuficiente, pero a la vez el hombre necesita ser amado y perdonado. No hay solución ulterior en el film, pero el toro está bien colocado. Y eso es lo más importante.
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