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RAZÓN Y FE

Savater y las trampas del racionalismo

Escribe Dostoievski en Los hermanos Karamazov: "un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, realmente creer, en la divinidad del hijo de Dios, Jesucristo?". Esta es la gran cuestión que el pensamiento moderno ha planteado al cristianismo, tras un largo periodo en el que éste había alimentado y guiado a la cultura occidental.

Escribe Dostoievski en Los hermanos Karamazov: "un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, realmente creer, en la divinidad del hijo de Dios, Jesucristo?". Esta es la gran cuestión que el pensamiento moderno ha planteado al cristianismo, tras un largo periodo en el que éste había alimentado y guiado a la cultura occidental.

Notemos que es una pregunta que se dirige a la raíz misma de la fe, y no a la capacidad cultural del relato cristiano, suficientemente probada a lo largo de los siglos. Esta es la gran cuestión a la que viene respondiendo el magisterio de Benedicto XVI con sus lecciones de Ratisbona, La Sapienza y Los Bernardinos.

La cuestión parece atormentar al filósofo Fernando Savater, aunque presuma de haberla zanjado por las bravas. En la introducción de su libro La vida eterna, Savater mostraba ya una absoluta perplejidad ante el hecho de que a comienzos del siglo XXI todavía quede un número no despreciable de personas cultas que se manifiestan creyentes, y la pasada semana volvía a la carga en el diario El País con un artículo titulado Las trampas de la fe. La prosa faltona y arrogante a la que Savater nos tiene acostumbrados demuestra que no busca el diálogo sino la agresión, por ejemplo cuando concluye con el patético aserto de que los monoteísmos son la base del pensamiento totalitario. Es la afirmación de un prejuicio, pero difícilmente la conclusión de un filósofo o de un historiador. El artículo de Savater traspira desprecio hacia lo religioso, y en particular hacia lo cristiano. Pero el hecho de que a lo largo de su trayectoria ponga tanta carne en el asador, demuestra que éste no es para él un asunto menor.

No es que el discurso de Savater tenga mucha enjundia, pero si tenemos la paciencia de desnudarlo de los desprecios y arrogancias en que viene envuelto, encontramos de nuevo formulada la gran cuestión de Dostoievski. Según nuestro polemista ibérico "las leyendas y mitos religiosos nos ayudan a buscar un significado simbólico al mundo y la vida, mientras que la ciencia nos aclara su funcionamiento natural". Por un lado estaría la ciencia, la única que nos permite alcanzar un verdadero conocimiento de la realidad, y por otro los mitos religiosos que expresan la voluntad de creer, la posición subjetiva de cada uno que fija los valores según los cuáles decide regirse en la vida. Savater contempla con conmiseración esta segunda esfera, y en más de una ocasión ha reconocido incluso el valor terapéutico de esas creencias, por ejemplo frente a la angustia y el dolor. Pero lo que le irrita profundamente es que esos "mitos religiosos" tengan pretensión de verdad. Y el choque es inevitable porque el cristianismo ha entrado en el mundo con esa pretensión, y fue precisamente ella la que permitió su temprana amistad con la filosofía griega. La pregunta es una vez más: en el mundo de los nanorobots, de los viajes intergalácticos, de la manipulación genética y de las redes sociales, ¿tiene alguna oportunidad esa pretensión?

Joseph Ratzinger ofrece una respuesta en su libro Fe, verdad y tolerancia: "¿Por qué la fe sigue teniendo hoy día una oportunidad? Yo diría que porque la fe corresponde a la esencia del hombre... en el hombre vive inextinguiblemente el anhelo de lo infinito. Ninguna de las respuestas que han intentado darse resulta suficiente. Tan sólo el Dios que se hizo –él mismo– finito, a fin de romper nuestra finitud y conducirnos a la amplitud de su propia infinitud, responde a la pregunta de nuestro ser. Por eso también hoy día la fe volverá a encontrar al hombre". Y es que la escisión brutal que Savater establece entre las esferas del conocer y el creer (como hicieron los racionalistas del XIX) es a fin de cuentas profundamente irracional. La razón humana no puede contentarse con conocer los mecanismos de la naturaleza sino que exige conocer el significado de toda la realidad: de la vida y de la muerte, del amor y del dolor, de la amistad y de la política.

No se trata, como denuncia Savater, de que ciertos clérigos se empeñen en corregir los datos científicos con dogmas y tradiciones piadosas. Esa sería una intrusión contraria a la naturaleza de la fe, respecto de la cual la Iglesia católica ha clarificado y sanado contundentemente posibles patologías. De lo que se trata es de que la ciencia es incapaz de responder a la amplitud de la exigencia de la razón, y que ésta requiere y dispone de otros métodos de conocimiento distintos del método científico. La imposición de esa tremenda limitación de la razón ha llevado al mundo occidental a su crisis más profunda, pero sobre todo, ha dejado a las personas concretas a los pies de los caballos. Porque si es imposible conocer el significado y el valor de cada aspecto de nuestra vida, entonces sólo queda espacio para que cada cual defina por su cuenta ese valor (ahí está la exaltación salvaje de los deseos subjetivos, privada de todo anclaje en la realidad) o para que se precipite en la nada. Y frente a eso, una fe religiosa que no sea conocimiento real sino mero sentimiento, norma o representación simbólica, es incapaz de ofrecer respuestas. 

El recorrido de la razón conduce al hombre hasta el umbral del misterio. Para negarlo, Savater tendría que tildar de irracionales a Homero, Dante, Goethe, Einstein o Sábato, por citar sólo un escueto ramillete. Como dijo Benedicto XVI a los intelectuales franceses, "lo más profundo del pensamiento y del sentimiento humano sabe en cierto modo que Él tiene que existir, que en el origen de todas las cosas debe estar no la irracionalidad, sino la Razón creativa, no el ciego destino, sino la libertad". Pero a partir de ahí es precisa la iniciativa del propio Dios, lo que en términos clásicos llamamos revelación, porque "si Él no se revela, nosotros no llegamos hasta Él". Así entró el cristianismo en la historia, y desde entonces, como diría Kierkegaard, todos se ven forzados a tomar postura frente a él.

Jesús de Nazaret, aquel joven rabbí nacido de la tribu de David, se presentó como el Verbo hecho carne, el único capaz de desvelar el rostro de Dios y de responder a los deseos del corazón humano. Como dijo el Papa, "la novedad del anuncio cristiano no consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha mostrado. Pero esto no es un hecho ciego... sino que es Logos (presencia de la Razón eterna en nuestra carne)". Es decir, este hecho que es el corazón del anuncio cristiano, es razonable. Los apóstoles, como ahora los cristianos del siglo XXI, tuvieron que decidir si le daban crédito, si sus obras y palabras correspondían a la exigencia total de su razón. Por eso Pedro, después de conocer a Jesús, pudo decir razonablemente: "Señor ¿a dónde iremos?, sólo Tú tienes palabras de vida eterna". Desde entonces, para Pedro la fe significó tener una mirada más amplia y profunda sobre toda la realidad, conocer su raíz última. Dos mil años después el anuncio cristiano no hace trampas: se presenta como respuesta a la sed de nuestros contemporáneos, a su exigencia de justicia, belleza y verdad. Es cierto, como añadió el Papa en Los Bernardinos, que hace falta contar siempre con humildad de la razón para poder acoger ese Hecho, pero la razón sería infiel a sí misma si como tanto racionalismo tramposo, descartase a priori esta posibilidad.

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