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José Carlos Rodríguez

La mano de Astrea

Garzón solo quería financiar unos cursos que iba a impartir en Nueva York, y necesitaba ese dinero. Pero, ¿y si hubiese quien no entendiera que él, Baltasar Garzón, actúa siempre desde la justicia?

No hay juez estrella, sino casos estrella. ¿Cómo no va a ocupar portadas un juez que detiene terroristas y que investiga el terrorismo de Estado, que investiga las grandes tramas de la droga? Sí, yo llegué a pensar eso, pero ahí estaba Baltasar Garzón para desmentirme. Se enamoró de su personaje. Y no iba a dejarlo escapar. Ya no era sólo un juez. Era ya, en su delirio, la encarnación de la justicia. Una justicia que se le estaba quedando pequeña. La corrupción había anegado al Partido Socialista y las encuestas le daban ganador a José María Aznar. Él, sólo él, él solo, podía revertir la situación. Y se presentó como número dos del número uno de la política, Felipe González. ¿Qué ridículos planes no trazaría para sí en su deriva megalomaníaca? Pero un salto desde la sima socialista de la corrupción, ¿dónde pretendía llegar?

La cuestión es que González, ingrato con él o quizás demasiado generoso, le puso un cargo con rango de secretario de Estado, a años luz de las ambiciones de Garzón. Sería mucho decir que el resentimiento sin tasa ni medida que albergaba el juez hacia González pudo contaminar su imparcialidad en la investigación de los GAL, que retomó nada más volver a ponerse la toga. Aunque, quién sabe.

Garzón volvió a los juzgados. Pero todavía está por abandonar la política. Ahora su carrera iba a ser internacional ya que España, estaba claro, se le había quedado pequeña. Y se lanzó sobre Pinochet y sus crímenes. Podría tener o no jurisdicción sobre el caso, o sobre la política de Kissinger, o sobre la dictadura argentina pero ¿qué importancia pueden tener esas consideraciones frente a la misión que se había echado Garzón sobre sus amplias espaldas?

Hay un oscuro pliegue del alma humana que se ha manifestado en muchas ocasiones. Los justos, los más justos, los que se saben tocados por la mano de Astrea, llegan al convencimiento de que nada de lo que puedan hacer es contrario a la ética. Y así, Baltasar Garzón ideó un negocio redondo. Intercambió unas cartas dirigidas a Emilio Botín por dinero procedente del bolsillo del banquero. Garzón sabía perfectamente quién era Botín. Es más, sus representantes visitaban su propio juzgado por un quítame allá una querella que había presentado contra él un accionista.

Quizás entonces le entró miedo. Él sólo quería financiar unos cursos que iba a impartir en Nueva York, y necesitaba ese dinero. Pero ¿y si hubiese quien no entendiese que él, Baltasar Garzón, actúa siempre desde la justicia? En previsión de que alguien quisiera encontrar en esas cartas un rastro de prevaricación, ¿es mucho pensar que quisiese buscar apoyos más allá de la política? Él es un hombre de izquierdas, ¿no podría ganarse la confianza de los suyos? Abrió una investigación de los crímenes del franquismo. En realidad, nunca investigó nada, pero él sería ya el campeón de la revancha histórica de la izquierda. Y abrió una investigación de una trama de corrupción en el Partido Popular. Él, desde luego, llegaría hasta el final. Compadreó con el ministro socialista de Justicia. Interceptó las conversaciones de los abogados de los acusados, aplicándoles una ley antiterrorista. Pero él llegaría hasta el final. Con esa hoja de servicios, ¿sería mucho pedir que la izquierda le apoyase? ¿No quedaría la investigación por las cartas a Botín como parte de un complot judicial de la derecha? Va a resultar que con tanta vocación política, Baltasar Garzón ha acabado por conocer los mecanismos de la política.

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