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José García Domínguez

Italia: la trastienda del populismo

Cuidado con los populistas: no sólo hay charlatanería barata y demagogia de frasco para consumo de masas ignorantes en la diana política que ha identificado esa gente.

A finales de la década de los ochenta, la práctica totalidad de los habitantes de Prato, una villa de los alrededores de Florencia, eran italianos. E italianos de una variante muy concreta y particular de italianos, la de los que votaban por norma, fuese cual fuese la elección, al Partido Comunista. Todo el mundo en Prato, y desde siempre, vivía de la industria textil. Y ese todo el mundo venían siendo grosso modo unas 180.000 almas. Así las cosas, en 1989 empezó a dejarse ver por sus sus calles un exótico grupo de extranjeros. Eran pocos, muy pocos, apenas 38 personas, pero destacaban porque nunca antes había vivido de forma estable ningún chino en ese viejo rincón de la Toscana. Aquellos orientales abrieron las primeras tiendas de ropa barata e importada que conocería Prato. Luego, poco a poco, más y más trabajadores chinos irían instalándose en la localidad. Bastantes de ellos habían entrado en Italia sin permiso de trabajo, solo provistos de un visado de vacaciones, algo que, más que favorecerlo, forzaba su incorporación a la cada vez más numerosa economía informal de la villa. Por lo demás, en 2008 ya había registradas dentro del término municipal de Prato 4.200 empresas legales chinas que daban empleo (irregular y mal pagado) a algo más de 45.000 trabajadores de la misma nacionalidad china.

Transcurridos apenas dieciocho años desde la exótica irrupción de aquellos primeros visitantes, los trabajadores chinos constituían la quinta parte de la población de la villa. Un formidable ejército laboral cuya producción de ropa, según estimaciones oficiales de las autoridades de la región, alcanzaba ya en ese momento un volumen superior al millón de prendas diarias. Al punto de que solo los productos de confección salidos en un año de las fábricas chinas de Prato sería suficiente para vestir a la totalidad de la población de Italia durante cuatro lustros seguidos. Una competencia, la de esas manufacturas baratas importadas de China o producidas en plena Toscana pero reproduciendo en su ciclo de elaboración las condiciones propias de cualquier suburbio de Shanghái, que la industria local no podía soportar. De ahí que, solo entre 2000 y 2010, la mitad de los empleados autóctonos que trabajaban en empresas del sector perdieran sus empleos. En el cambio de siglo, 20.000 habitantes oriundos de Prato se ocupaban en compañías del textil. En 2010 ya solo quedaban 11.0000. Hoy no llegan a 3.000. Y la alternativa en casi todos los casos sería pasar a integrar las filas de esa nueva clase social, la emergente en tantos lugares de Europa: el precariado. Empleos estables de verdad retribuidos con salarios de verdad iban dando paso a trabajillos efímeros para ir tirando. La incertidumbre y la inestabilidad crónica como nueva forma permanente de vida.

En las elecciones del otro día, la izquierda de Prato estuvo desaparecida en combate. Literalmente desaparecida. En Prato ya nadie les vota. En los barrios obreros donde el Partido Comunista y sus sucesivas reencarnaciones socialdemócratas arrasaban por norma en las urnas, la apenas maquillada extrema derecha de la Liga impone ahora su ley. La Liga, que desde hace años controla el Ayuntamiento con mayoría absoluta, ha hecho de los chinos y de sus muchos talleres ilegales y esclavistas la principal bandera de su acción política sobre el territorio. Y les funciona. Por su parte, su socio Berlusconi no se cansa de apelar al espectro del esercito del male (los inmigrantes ilegales) como primer problema de Italia. Y también le funciona. Los de Grillo, en fin, reclaman sin ambages abandonar el euro. Y han ganado. Cuidado con los populistas: no sólo hay charlatanería barata y demagogia de frasco para consumo de masas ignorantes en la diana política que ha identificado esa gente. Mucho cuidado con ellos.

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