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José García Domínguez

Nebrera

Resentida con el universo mundo por no haber caído de bruces ante su deslumbrante clarividencia política, la doña se despide ahora a su personal e intransferible modo: garabateando kilos de estiércol a tanto alzado el folio. Nunca aprenderán.

En los últimos tiempos, a falta de patentes tecnológicas, diseño innovador, rompedoras técnicas de gestión o graneros de espíritu emprendedor, en Cataluña nos hemos especializando en la producción y distribución de freakis para solaz del respetable público de la telebasura celtíbera.

Sin ir más lejos, ahí está la señora Montserrat Nebrera, célebre cheerleader de La Noria que acaba de enriquecer la ciencia política occidental con un sesudo tratado a base de maledicencias de patio de corrala, chascarrillos de maruja en trance de cambiarse la permanente, bajunas deslealtades personales e indiscreciones de petarda lanzada a destronar a la mismísima Belén Esteban. Todo ello sazonado con una generosa dosis de lugares comunes y tópicos barra de bar, amén de un surtido ramillete de cursilerías tontipijas ante las que incluso el difunto Ricardo Costa pasaría por un híbrido entre Schopenhauer, Nietzsche y Cioran.

Ése es el gran legado político de Josep Piqué, quien, no satisfecho con haber incrustado en FAES al cleptómano compulsivo de Fèlix Millet, la sacó de la Fundación Francesc Cambó, o sea de la peor carcundia criptopujolista, a fin de que deslumbrara a los papanatas de Madrid con su charlatanería huera de Evita Perón pasada por las Teresianas. Y el viejo prodigio que ya glosara Pla entre admirado y perplejo, esa patente de corso que consiguen algunos catalanes en la capital del Reino sin haber hecho ni demostrado nada en la vida, volvió a repetirse. Trátase de uno de los grandes arcanos de la Historia de España, nunca descifrado, por lo demás. El caso es que a los iniciados en el secreto les basta con imprimir el gentilicio en las tarjetas y ya está, el resto se les regala en cuanto aterrizan en Barajas.

Así, avalada por la crónica miopía mesetaria, esa joya de la corona instaló sus reales en el PP catalán, exigiendo desde el primer día que la organización toda se plegase a su exuberante personalidad. Había nacido una estrellita –fugaz– que no estaba para perder el tiempo con disciplinas partidarias, aburridos trabajos colegiados o insoportables renuncias a un solo plano televisivo. En fin, resentida con el universo mundo por no haber caído de bruces ante su deslumbrante clarividencia política, la doña se despide ahora a su personal e intransferible modo: garabateando kilos de estiércol a tanto alzado el folio. Nunca aprenderán.

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