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José Julián Barriga Bravo

El gran conciliador

Ningún otro presidente de Gobierno en nuestra actual democracia padeció el hostigamiento que soportó con entereza Suárez.

Uno de los aspectos menos documentados de la biografía de Adolfo Suárez es precisamente el periodo final de su presidencia del Gobierno. Los cuatro años que estuvo al frente del Ejecutivo tuvieron tal aceleración, ocurrieron acontecimientos de tanta envergadura, y se enfrentó a situaciones tan excepcionales, que indudablemente erosionaron su equilibrio personal y emocional. Quienes tuvimos la suerte de tener una cierta proximidad al presidente Suárez conocimos, en un periodo muy corto de tiempo, a un presidente lleno de vitalidad y de energía y, poco después, a un presidente gravemente erosionado por la dimensión de los problemas que resolvió y, lo que es peor, incomprendido y atacado por muchos de los que más se beneficiaron de su talante conciliador. Lo que tal vez las nuevas generaciones no conozcan, en medio de las alabanzas que acompañan la desaparición de Adolfo Suárez, es la terrible hostilidad que el presidente sufrió en los últimos años de su vida política, y muy singularmente en los dos años finales de mandato. Ningún otro presidente de Gobierno en nuestra actual democracia padeció el hostigamiento que soportó con entereza Suárez.

Pero cuando parece definitivamente asentada su personalidad en la memoria de los españoles, la única duda sobre el papel que la historia le reservará es saber si en el futuro tendrá aún mayor relevancia de la que ahora tiene, y si el tiempo se encargará de ponderar aún más su indudable trascendencia. Antes de que esto suceda, la imagen de Adolfo Suárez tiene que sortear en el plazo más inmediato dos riesgos importantes: los excesos de los hagiógrafos y la ambición de quienes pretendan heredar su indudable patrimonio político.

La historia, sea cual sea finalmente la representación que le otorgue, se encarga de reducir la imagen de sus protagonistas a perfiles simplistas y esquemáticos, de modo que muy previsiblemente la imagen de Adolfo Suárez quedará consolidada como el principal protagonista de la Transición, por encima tal vez del resto de los actores de uno de los periodos más prestigiosos de la historia de España. Cuestión diferente es la de aquilatar la importancia y la complementariedad de los principales agentes de este periodo, que fueron, sin duda en el plano principal, además de Adolfo Suárez, el rey don Juan Carlos, Torcuato Fernández Miranda, Santiago Carrillo y Felipe González, y, tras ellos, o acompañándolos, otras figuras singulares y de indudable trascendencia.

No es el momento en todo caso de debatir los méritos y la importancia de cada uno de ellos en los años de la Transición, pero parece indudable que la historia reservará a Suárez la consideración máxima como protagonista principal de este periodo y, en un plano más concreto, el realizador del proceso de consensos que hizo posible el tránsito de una dictadura a una democracia parlamentaria. Muy probablemente las generaciones del futuro terminarán por afianzar la imagen de Suárez como una especie de paradigma de conciliación política y de promotor de acuerdos entre fuerzas e ideologías en conflicto. Si durante un periodo dilatado la transición española fue una referencia a escala mundial, no hay que descartar que en el futuro la imagen del presidente Suárez se convierta en símbolo de conciliación, y que su figura tenga la relevancia que muy pocos otros dirigentes políticos han tenido en la historia de España.

El principal riesgo de la proyección de su figura deriva precisamente de la erosión que el prestigio de la propia Transición está sufriendo en los últimos años como consecuencia del deterioro de algunas de las instituciones que se crearon en aquel periodo, muy singularmente de la propia Jefatura del Estado, de la honorabilidad de los agentes políticos, y de los defectos del modelo territorial consagrado en la Constitución. Es decir, para bien o para mal, el reconocimiento de la personalidad de Adolfo Suárez dependerá de cómo los políticos del presente sean capaces de resolver los indudables problemas heredados de la Transición.

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