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Juan Gutiérrez Alonso

Las ideas de ayer: el mundo de mañana

La ausencia de oposición a la nueva tiranía es casi absoluta, tal y como demuestran las líneas editoriales, los contenidos audiovisuales de masas.

Hace unos días leí que un directivo de una empresa estadounidense había declarado, apesadumbrado y con el tono propio de los vencidos, que tenía la sensación de que «los socialistas habían tomado el control». Decir esto en Norteamérica tiene gran trascendencia, pero no es nada nuevo si tenemos en cuanta lo que hay actualmente en la Casa Blanca y que destacados mandamases de las compañías más poderosas del mundo ya venían reconociendo su alineamiento ideológico con eso que denominamos left o far-left. Compañías que además han facilitado un activismo político sin precedentes, un sesgo en la práctica totalidad de las actividades humanas y un desprecio por la libertad de expresión, con nuevas formas de censura, desconocidos hasta ahora.

Estas sensaciones, ese activismo y esa militancia, en efecto, la encontramos desde Google a Twitter o Facebook, pasando por Netflix, Amazon o la totalidad de productoras o creadores de contenidos audiovisuales. El asunto es conocido y ampliamente tratado, también ridiculizado por conspiranoico, pero ahí está. Se resume en la existencia de una nueva organización o coordinación público-privada que ha conseguido silenciar y convertir a los discrepantes en una minoría paria, expuesta además a todo tipo de aquelarres simplemente por tener una opinión diversa o una desconfianza legítima sobre las nuevas formas de proceder.

En España la situación no es muy diferente. Basta ver los telediarios, lo que acontece en nuestras universidades, la censura y sesgo en redes sociales, o recordar a la presidenta del Banco Santander vestida de algo parecido a un perroflauta, abrazando públicamente el catecismo de sus pares de la anglosfera, en el camino al nuevo gobierno y orden mundial. Ese que no se quieren perder y que nos dicta al populacho qué debemos entender por libertades, cuándo somos una amenaza o peligro público, cómo debemos relacionarnos y hasta lo que debemos poner en la mesa.

Todo apunta, por tanto, a una hegemonía colectivista de largo recorrido en el terreno de las ideas, la educación, el pensamiento y también la acción. Y en este contexto la ausencia de oposición a la nueva tiranía es casi absoluta, tal y como demuestran las líneas editoriales, los contenidos audiovisuales de masas, las publicaciones editoriales y hasta los escaparates de las librerías. Los disidentes del nuevo mundo que nos están delineando, no muchos, aunque cualificados y de grandes convicciones, son ya los nuevos hippies o punks. Dos caminos les queda o nos queda: la huida silenciosa sin dejar mucha huella, o la denuncia pública allá donde se pueda, con los medios de que se disponga, y asumiendo los riesgos y sacrificios que cada cual está dispuesto a asumir con su exposición pública.

¿Por qué este pesimismo? Por la monitorización de la opinión pública, por el deterioro flagrante del Estado de derecho en la totalidad de Occidente, por la ausencia de mecanismos de defensa frente al incremento del poder del Estado y porque a diario vemos multitud de jóvenes de todas las latitudes entusiasmándose y mostrando curiosidad por las ideas que los nuevos chamanes del socialismo han puesto con enorme éxito en circulación.

Son ideas siniestras e incluso perjudiciales para ellos mismos, pues no van a conducir a un mundo mejor y les llevarán a un sinfín de frustraciones, pero la sectaria militancia y el activismo es hoy incuestionable y abrumador. Sólo los padres que hacen sus deberes en casa conseguirán protegerles, pero tal vez ni siquiera ellos porque, como sucede las sectas, este activismo conseguirá alejarles de sus familias, progenitores y seres queridos.

Un buen amigo, ya mayor, me preguntaba con cierta desesperación qué podíamos hacer. Yo no lo sé, sinceramente. Tal vez el único mecanismo posible ante este avance del desvarío y el autoritarismo sea la férrea defensa y puesta en conocimiento y circulación de otras ideas que puedan resultar igual o incluso más estimulantes que las perversiones del socialismo contemporáneo. Eso que llaman «guerra cultural» pero que, insisto, vamos perdiendo con notoriedad porque nuestros contrincantes han sido más astutos, más previsores y también insistentes y capaces. Disponen además de más medios, de los diarios oficiales y de la totalidad de las estructuras del Estado. No sé si se puede revertir tamaña desventaja.

Deberíamos en cualquier caso empezar recordando que el mundo próspero y razonablemente seguro que hemos disfrutado, al menos los de mi generación, se debe en gran medida a las ideas de aquellos que creían en la libertad en su sentido más amplio y también en el libre mercado, con Estado limitado y seriamente controlado por la neutralidad ideológica. Son ellos quienes forjaron de alguna manera un cortafuegos intelectual desde la filosofía, la sociología, el pensamiento político y, en menor medida, también el derecho. Un acervo científicamente contrastado que permitió, por un lado, afrontar el comunismo como la mayor amenaza humana conocida, y en segundo término, evidenciar que el progreso, la calidad de vida, la seguridad y el bienestar van de la mano de la libertad y no del colectivismo. Por resumirlo mucho, creer nuevamente en aquello de as much freedom as possible as much state as necessary. Es en esta cita es tal vez donde se encuentran las claves de todos los males actuales que nos azotan y los que están por venir.

Habría una legión de nombres y lecturas en los que volver a refugiarse y encontrar impulso, pero citaré a J. F. Revel y su trascendencia en la Francia, a Adam Smith en Gran Bretaña, a L. Von Mises y F. Hayek en Austria y Centroeuropa, y al matrimonio Friedman o Ayn Rand en Estados Unidos. Sus obras fueron de una potencia tal, que nos procuraron al Occidente de posguerra las mejores décadas que se recuerden en un contexto, además, de seria amenaza de total destrucción. Este éxito, con el consiguiente beneficio para todos, sólo se explica porque aquellas ideas, tan combatidas y denostadas por los planificadores y tiranos de todos los lugares del mundo, y muy especialmente los tiranos europeos, fueron capaces de seducir y convencer a millones de personas, que entendieron la amenaza del socialismo en todas y cada una de sus versiones y manifestaciones, también en sus escalas locales o globales.

Les hemos abandonado. Y haciéndolo nos hemos quedado huérfanos de referencias intelectuales que preservan la libertad ciudadana frente al poder, olvidándonos de algo tan elemental como que el mal no descansa y vuelve y otra vez como nos enseñó M. Djilas. El esfuerzo es enorme porque incluso aquellos que consideramos nuestros intelectuales, voces autorizadas y respetadas casi unánimemente hasta hace muy poco, son hoy incapaces de soltar amarras, convencidos de que esto que estamos viviendo y conociendo no es izquierda o no es socialdemocracia, cuando este proceso de degeneración es en realidad fiel reflejo de la natural e inevitable deriva del pensamiento más o menos colectivistas, es decir, hacia las ideas absolutistas y totalitarias.

Esta desatención a quienes supieron ver los peligros del ascenso del colectivismo nos ha deslizado al terreno pantonoso y hasta olvidadizo de la mera comunicación y el olimpo de los denominados intelectuales orgánicos. Las referencias, los autores y creadores de opinión y contenidos son hoy quienes, abrazados al embriagador colectivismo, en sus múltiples y variadas formas, se pavonean y determinan nuestros designios, condicionando la actuación de la totalidad de los gobiernos y parlamentos. Son conscientes de estar al mando y de disponer del control casi absoluto de las instituciones. Y lo que es peor, ni siquiera parecen ya temer las consecuencias electorales de los desaguisados económicos y el empobrecimiento que provocan sus propias acciones porque se saben ganadores en la superestructura del pensamiento y la educación. Saben que hemos llegado a ese punto de alienación anunciado por Le Bon, en el que el gran público es capaz de autolesionarse con tal de no reconocer el error y cambiar radicalmente de rumbo.

En España

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