
Tan complejo y genial es El Estado cultural, que en los analfabetos comentarios que he leído en la prensa española (en realidad, sólo dos) se afirma, sin rubor, que en sus páginas se expresa justo lo contrario de lo que real y tajantemente defiende Fumaroli.
O el autor, deslumbrado por la belleza de las Ramblas y la emoción aritmética de la sardana, se ha convertido súbitamente a la religión del Estado Cultural, o Ignacio Vidal-Folch, que le entrevista en Barcelona (El País, 20-VI-07), ilustra a la perfección el célebre dicho de "traduttore, traditore". Incluso a la hora de hablar de televisión le hace decir exactamente lo contrario de lo que escribe. Por cierto, no es por capricho si Fumaroli, al comparar la televisión norteamericana con la francesa, elogia la primera: en gran parte, explica, por la ausencia de control burocrático del Estado federal en la televisión.
Lo mismo, o peor, resulta el comentario cerril de Bernabé Sarabia en El Cultural (21-VI-07): "Pese a que de una lectura precipitada de El Estado cultural podría deducirse que trata de disminuir la capacidad del Estado francés para incorporar la cultura a todos sus ciudadanos, la intención de Fumaroli es la contraria". Nos da usted un buen ejemplo de "lectura precipitada", o si no miente descaradamente; porque Fumaroli no hace sino condenar esa farsa de la "incorporación", de la "cultura para todos", del Estado Cultural, que, como Atila, lo arrasa todo.
Fumaroli aborrece los extremismos, y, cuando no se le lee precipitadamente, sus opiniones resultan evidentes: es partidario de un Estado modesto y de la democracia liberal, no en balde dedica su libro a "la memoria de Raymond Aron"; y cita elogiosamente a Jean-François Revel. Pero la cobardía y el conformismo intelectuales han alcanzado tales cumbres que nuestros críticos, cuando quieren hablar bien de un autor, niegan o disimulan su calidad de liberal, porque para el pensamiento cautivo el término liberal se ha convertido en sinónimo de serial-killer.

Claro, se podría preferir otros nombres a los aquí citados a vuelapluma, pero lo que nadie puede negar, sin mala fe, es que ese periodo de 1875 a 1940 fue incomparablemente más importante, desde el punto de vista de la creación artística, que el actual. Ahora bien: para Fumaroli no se trata solo del arte: la enseñanza, la ciencia, la industria, el nivel de vida y la douceur de vivre fueron ejemplares, en comparación con los de otras épocas.
Hay una pega, y Fumaroli lo sabe; y responde a los numerosos críticos de la III República, endeble, burguesa, liberal, afirmando que fue capaz de ganar la más importante guerra de la historia de Francia, la de 1914-18. Lamento tener que matizar su entusiasmo, porque sin la intervención militar de los USA, en ayuda, esencialmente, del Reino Unido, no es nada seguro que los Aliados hubieran vencido. Además, los críticos de la III República, si exageran sus defectos para exaltar el Estado todopoderoso frente al Estado modesto, no se equivocan totalmente cuando critican su ceguera ante el peligro nazi, y su rendición, prácticamente sin combatir, en la guerra de 1939-45.
Fumaroli es consciente también de que, después de la II Guerra Mundial, numerosos franceses, ciegos o cómplices ante el peligro nazi, se hicieron compañeros de viaje del totalitarismo comunista, que durante más de treinta años dominó la universidad, la cultura y buena parte de la vida política del país. Pero, las cosas como son, elude un problema esencial: ¿cómo ser liberal y a la vez capaz de combatir en defensa de la libertad? La III República no lo hizo. Churchill, Reagan y Thatcher, en cambio, sí.
Pero, claro, Fumaroli trata sobre todo de cuestiones culturales. Realiza un recorrido histórico apasionante, desde los clásicos griegos y latinos, recuerda la tradición francesa de las Luces y el pensamiento liberal de Montesquieu, Tocqueville, etcétera, y se detiene un momento en Bismarck, culpable de haber dado los primeros pasos hacia el Estado Cultural, con su Kulturkampf, en el marco de un Estado Todopoderoso.

Con su estilo siempre brillante, Fumaroli, después de recordar que los grandes dramaturgos, como Ionesco y Beckett, fueron "descubiertos" en pequeños teatros privados de la Rive Gauche –antes de Malraux–, constata que Francia cuenta ahora con toda una red de teatros subvencionados pero carece de nuevos autores, que tiene más museos subvencionados que nunca pero no pintores. Y así con todo. Yo añadiría el cine, con un complejo sistema estatal-corporativo que permite producir unas cien películas al año sin el menor talento.
Los estragos del Estado Cultural, con su Décentralisation y su "cultura de masas" en manos de funcionarios mandamases, están a la vista de todos; pero se niegan, por pachorra y conformismo y porque muchos logran chupar del bote de las subvenciones. ¿Para qué angustiarse en busca de la calidad, de la novedad, de la obra maestra, cuando la nómina y la pensión están aseguradas? Hay que tener en cuenta, además o sobre todo, que la gente, mucha gente al menos, se acostumbra a la mediocridad, y como sólo ve películas mediocres y emisiones de televisión mediocres, y sólo lee novelas mediocres, etcétera, termina por sentirse a gusto con la mediocridad y teme el relámpago emocional de la verdadera obra de arte.
De manera harto convincente, Fumaroli demuestra que en los periodos y países sin Ministerio de Cultura la creación artística se porta mucho mejor, porque el Arte necesita libertad. Por otro lado, a través de su crítica al Estado Cultural, Fumaroli también critica la política francesa de estos cincuenta últimos años.
Concluiré con una cita: "La tercera vía francesa, ni comunismo ni capitalismo, ha terminado por dar a luz un monstruo que conjuga dos inmoralidades, dos esterilidades, la del comunismo y la del capitalismo de Estado de los nuevos conversos". Amén.