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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

India: los despojos de la Corona

Durante mucho tiempo, la India fue considerada la Joya de la Corona (británica, por supuesto). Y así, con inevitable sabiduría, tituló Paul Scott el primer volumen de su tetralogía sobre ese país, lo mejor que yo había leído acerca del tema hasta la aparición de Tren a Pakistán, la novela de Khushwant Singh que acaba de publicar Libros del Asteroide.

El Cuarteto del Raj de Scott tuvo hasta un quinto volumen, Los rezagados, que no desmerece de los anteriores. Era tan bueno que hasta se hizo una olvidable serie de televisión, olvidable pero preferible al ridículo Gandhi de Attenborough, con Ben Kingsley haciendo, como siempre, de Ben Kingsley, aunque fingiéndose Gandhi (le dieron todos los oscars, incluido el de mejor actor).

Pero Scott no dejaba de ser un británico que escribía un relato británico, en el que dos protagonistas femeninas, simpatizantes de los independentistas indios, por caridad, conciencia y culpa, y también por el amor de una de ellas a un indio, terminan violadas y maltratadas por la turba desatada. Faltaba el relato de un indio, que es lo que es Tren a Pakistán. Se dirá, por supuesto, que Khushwant Singh no es un indio en sentido estricto, porque, aunque editor de periódicos tan representativos como el Illustrated Weekly of India y el Hindustan Times, y de haber sido representante diplomático de su país, hizo sus estudios universitarios en Gran Bretaña. Pero es que Singh es indio por elección, ya que nació en Hadali, una localidad que pertenece en la actualidad a Pakistán. La separación de Pakistán fue una desgracia y una bendición para la India, y un desgarramiento profundo para muchos de los hijos de la región. Lo digo porque hubo de por medio una cuestión religiosa que aún no está resuelta pero que podría haberse desarrollado mucho peor.

Uno de los detonantes de lo que algunos llaman Primera Guerra de Independencia India y otros Rebelión de la India, o de los Cipayos (1857), fue la incorporación al ejército británico del fusil Enfield 1853, que debían usar los soldados nativos –en la represión interior y en misiones en otros territorios: hay un maravilloso poema de T. S. Eliot que trata de ellos y se titula "A los indios que murieron en África"– y en el cual se empleaban cartuchos de papel. Éstos venían envueltos en un envase impregnado en grasa, que había que abrir desgarrándolo con los dientes para poder cargar el proyectil en el arma. Corrió el rumor de que la grasa era de cerdo, lo cual puso los pelos de punta a los musulmanes. Después corrió el rumor de que la grasa era de vaca, lo cual puso el pelo de punta a los hindúes. Los cipayos no querían combatir en esas condiciones.

Marx, que no era un tipo de izquierda, como creen los izquierdistas, criticó duramente a esos soldados y la prueba de atraso que implicaba su actitud. Los ingleses juraron que la grasa era vegetal e invitaron a la tropa a prepararla con cera de abejas u otros elementos. Finalmente, los convencieron y lograron que volvieran todos.

Cuento esto por dos cosas: ahí estaba sembrado lo que sobrevendría casi un siglo más tarde, en 1948, cuando la independencia fue un hecho. Gente tan susceptible no podía vivir en una única comunidad, usando grasa de vaca los musulmanes y de cerdo los hindúes, a los cuales había que añadir los sijs, dominantes en la región del Punjab, precisamente la del conflicto, que ahora andan por el mundo diciendo que siempre fueron pacíficos y místicos –a pesar de haber asesinado a Indira Gandhi–, y también los comunistas, tratando inútilmente de pescar algo en toda aquella confusión. Todos estaban dispuestos a matar a los otros, con preferencias singulares en cada caso: sijs a musulmanes, hindúes a musulmanes, musulmanes a los otros... Los musulmanes eran tan duros de pelar que finalmente consiguieron que el parto no resultara en una nación, sino en dos. En medio de ese desastre, desde luego, quedaban unos cuantos cristianos, porque la labor misional no se había detenido nunca, pero figuran al margen de la historia: no salieron a matar, y ahora, en el siglo XXI, los matan a ellos, no porque generen problemas, sino porque ésas son las reglas del juego.

Mano Majra es una aldehuela próxima a la frontera indo-pakistaní por la que pasa el tren Delhi-Lahore/Lahore-Delhi. Los musulmanes huyen hacia su nueva patria, los demás hacia la India. Mano Majra está en esa eternamente conflictiva y complicada región que se llama Punjab. Hasta entonces, en la aldea todos han convivido bastante bien, incluso con las bandas de ladrones que de vez en cuando pasan por allí y hacen su trabajo. Han estado siempre al borde de la miseria. Ahora son testigos de un tránsito que es a la vez geográfico, moral, religioso y político. Llegan las autoridades, las mismas que estaban en sus cargos durante el dominio británico, que ahora dependen del gobierno nacional y se comportan de otra manera, más brutal y, a la vez, más política, porque no pueden echar la culpa a Londres. Un día, del lado de Pakistán llega un tren cargado de cadáveres. Desde la aldea no se ven los cuerpos, pero se huelen: hay orden de incinerarlos. No hay que dejar pruebas, ni revelar quiénes eran los muertos, aunque todo el mundo sabe de qué se trata. Ése es el escenario y el nudo del relato, en el que se entretejen varias historias individuales. Ahí está, en la nueva frontera, toda la tragedia de ese inmenso error que es la partición. Eso es Tren a Pakistán, impecablemente escrito y bien traducido por Marta Alcaraz.

Ahora, esos funcionarios dispuestos a cualquier cosa, la manden indios, pakistaníes o británicos, siguen allí, y los que mandan, de los dos lados, tienen bombas atómicas. Y en medio hay tipos geniales que estudian y enseñan informática y que, cuando salen de su trabajo, pasan por encima de otros que se están muriendo en la calle sin llamar la atención, que es lo que han hecho siempre. La India es una potencia, dicen. Tiene un PIB impresionante, crece una barbaridad. Pero las castas, constitucionalmente abolidas, siguen horriblemente vigentes, y hay parias de verdad y millones de hombres y mujeres que no son faquires pero que ayunan porque no tienen más remedio. De tanto en tanto, algún grupo se organiza, aunque no para rebelarse, sino para ir a un templo, una mezquita o una iglesia para matar a otro.

Los musulmanes ganan, los otros fueron más tolerantes o más débiles y permitieron que no todos se fueran a Pakistán. Pronto tendrán dos países musulmanes, porque, a la corta o a la larga, India se someterá: es costumbre histórica. Sin el interludio británico, hace un siglo y medio que todos se habrían convertido, de grado o por fuerza, al islam. Habrá dos países, dos potencias atómicas. Todo esto pensaba mientras leía Tren a Pakistán, una experiencia que recomiendo. No es una novela épica, se ocupa de la historia oscura de todo el mundo, la verdadera, el lugar de realización de la historia general, la que se hace sin saberlo, sólo padeciéndola.

 

KHUSWANT SINGH: TREN A PAKISTÁN. Libros del Asteroide (Barcelona), 2011, 246 páginas. Traducción de Marta Alcaraz.

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