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CONTRA EL PROGRESO..., DE GRAY

La ilusión anticapitalista

Convertirse en un crítico del capitalismo y de los Estados Unidos es la forma más rápida de consagrarse en el mundillo intelectual. La consagración vendrá acompañada, además, del aplauso del público y de la crítica; y de unas cantidades de dinero colosales, con las que sobrellevar la existencia en este mundo injusto, donde el hombre es una mercancía.

Convertirse en un crítico del capitalismo y de los Estados Unidos es la forma más rápida de consagrarse en el mundillo intelectual. La consagración vendrá acompañada, además, del aplauso del público y de la crítica; y de unas cantidades de dinero colosales, con las que sobrellevar la existencia en este mundo injusto, donde el hombre es una mercancía.
Hubo un tiempo en que John Gray predicaba las bondades del libre mercado y defendía a Margaret Thatcher. Pero este discípulo de uno de los más grandes liberales, Friedrich Hayek, padeció una conversión paulina y se puso a defender todo lo contrario de lo que había sostenido durante años.
 
A partir de ese momento su fama se incrementó notablemente, al igual que sus honorarios. Gray, entonces, pasó a ser un reputado intelectual.
 
Gray, un autor interesante dentro del mundillo de los antiglobalización, demuestra sus muchas debilidades en la obra que comentamos hoy, Contra el progreso y otras ilusiones. Y la principal de ellas es la que le sirve de tesis central: el capitalismo es una idea religiosa, como la salvación cristiana, porque promete un imposible: el progreso ilimitado. "En la actualidad, casi todos creen que la tecnología puede rehacer el mundo y que si se deja florecer la inventiva, se erradicará el hambre, desaparecerá la pobreza y la tiranía dejará de ser una tentación".
 
Lo cierto es que, si por algo se caracteriza el liberalismo, es por no ser utópico. Una cosa es que sostenga que con el capitalismo se reduce la pobreza y aumenta el bienestar individual y otra es que defienda que el libre mercado derrotará a las tiranías. Es evidente que, allá donde el capitalismo se ha tratado como una enfermedad y se ha aislado a las sociedades, las personas han padecido hambrunas y sufrimiento.
 
Gray no ofrece cita alguna de autores procapitalistas tan estúpidamente optimistas como para defender, a lo Pangloss, semejante cosa. Quienes han soñado mundos y hombres perfectos han sido los socialistas, a los que, tras el marxismo, sólo les queda el Estado del Bienestar, que adoran cual becerro de oro. Es precisamente el Estado la panacea que, a juicio de izquierda y derecha, puede paliar los males del mundo; sin Él (en mayúsculas, por supuesto), nos dicen machaconamente, la tierra sería un cementerio.
 
"La fragilidad del Estado hace que nuestra época se parezca más a las eras tardomedieval o tardomoderna que a los últimos doscientos años", dice Joaquín Estefanía, citando a su admirado Gray. Esta falacia, la de que el Estado es demasiado débil para paliar los excesos del capitalismo, es uno de los mitos recurrentes de los autores de izquierda. Gray la repite hasta la saciedad, hasta puntos un tanto ridículos. "El mundo se rige por una especie de laissez-faire destartalado", afirma. El caso es que el Estado es dueño de ¡más del 50% del PIB! ¿Cómo, entonces, es que el capitalismo está desmadrado y el Estado tan endeble como para no poder ponerle freno? Lamentablemente, Gray no se preocupa de estos detalles y decide aceptar que las contradicciones son lógicas en los hombres racionales, como le gustaba decir a Rousseau.
 
Uno de los innumerables edificios ruinosos que hay en La Habana.Con un radicalismo y una desfachatez propios de quien ama más a los árboles que a los seres humanos pero no se suicida para, así, contribuir a la reducción de la población mundial, Gray alerta de que en 2050 "habrá casi 8.000 millones de seres humanos en el planeta", cifra que "no se puede mantener (…) sin desolar la tierra", y lamenta el destino de un mundo "reconvertido en una fábrica (…) sin áreas silvestres, en el que desaparecerán muchas de las especies".
 
No es de extrañar que, con esta pintoresca forma de ver las cosas, el autor haya sido capaz de valorar positivamente el régimen de Castro, porque, a pesar de que reprime las libertades, "protege mejor los intereses de sus miembros más desfavorecidos que algunos países avanzados".
 
Mientras que conservadores anticapitalistas como Gray se aferran al pasado, otros prefieren disfrutar de las ventajas del mercado y la tecnología y se alegran, como Thomas Friedman, de que el progreso, como la rotación de la Tierra, no pueda detenerse.
 
Los reaccionarios de todas las tendencias temen a la libertad, verdadero motor del progreso. Dicen preocuparse por los derroteros que toman las sociedades libres, cuando lo que les molesta realmente es que el mundo no siga sus recomendaciones. Esa renuencia a entender que el planeta no es como una gran tribu sino un orden extenso distorsiona su conocimiento de la realidad.
 
Para terminar, y ya que hemos dicho que Gray es un tipo interesante dentro del panorama antiglobi, diremos que muestra aquí cierta sagacidad y cierto conocimiento de geopolítica. Sus reflexiones sobre Irak, críticas con la intervención, son interesantes, aunque conviene contraponerlas con las que se exponen habitualmente en estas páginas.
 
 
JOHN GRAY: CONTRA EL PROGRESO Y OTRAS ILUSIONES. Paidós (Barcelona), 2006, 189 páginas.
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