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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Los libros, en general

Decía Borges que estaba más orgulloso de lo que había leído que de lo que había escrito. Se refería, desde luego, a sus lecturas mayores, desde Quevedo hasta Chesterton, desde Carlyle hasta Hernández, a quien conoció, amó y aborreció como nadie: sostenía que otro hubiese sido el destino de los argentinos, mejor, sin duda, del que han tenido con el Martín Fierro como libro nacional.


	Decía Borges que estaba más orgulloso de lo que había leído que de lo que había escrito. Se refería, desde luego, a sus lecturas mayores, desde Quevedo hasta Chesterton, desde Carlyle hasta Hernández, a quien conoció, amó y aborreció como nadie: sostenía que otro hubiese sido el destino de los argentinos, mejor, sin duda, del que han tenido con el Martín Fierro como libro nacional.

Pero yo no quiero hablar aquí de lecturas mayores, sino de las lecturas corrientes, de la ingesta de novedades que uno busca en las librerías o, aun, le envían los editores por considerarle lector de prestigio, capaz de convertirse en portavoz de un nuevo autor o de un tema específico.

Pues bien: la mayoría de las lecturas son insatisfactorias. Los libros no siempre son amigos, no siempre son sabios –aunque siempre lo son más que sus autores: "Mis libros son más inteligentes que yo", me dijo Claudio Magris, que sí ha escrito obras maravillosas–, no siempre alimentan. Hay libros injuriosos por razones diversas: la peor es el aburrimiento, y hay escritores que aún no se han dado cuenta de que aburrir ofende, y no sólo en la ficción (tal vez el éxito perpetuo de Dickens se deba a que jamás aburre).

Hace unos días leí una novela policial tan mala que me vi obligado a curarme mediante la enésima visita a El sueño eterno, de Chandler, uno de mis libros de cabecera. Porque hay libros de cabecera. Yo nunca me separo de Chandler, Borges, Saint-John Perse, Milosz, Philip Roth, Dostoievski –que siempre viajaba con su edición rusa del Quijote, que dejó profusamente anotada– y algún otro amado. Los llevo en los viajes, especialmente la antología de Perse, que llevo firmada por Julio María Sanguinetti, el expresidente uruguayo, con quien me encontré en un avión.

Hay libros que no habría que haber leído jamás fuera de la edad y la circunstancia adecuada por su potencial destructivo, como El oficio de vivir, el diario de Cesare Pavese. Y hay libros que sólo se pueden leer a la edad y en la circunstancia adecuada, como el Ulises de Joyce, que se me resistió hasta los cuarenta años y acabó por desilusionarme, o Los tres mosqueteros, que pasada la adolescencia pierde toda la gracia, aunque conociéndolo desde temprano siempre se puede volver a él y encontrar nuevas cosas.

Vuelvo a Borges, quien decía que no hay libros imprescindibles en la formación de un escritor –ni de un lector–, y daba para ello un ejemplo irrefutable: Homero no había leído a Cervantes, y eso no le impidió ser Homero. Pero uno está más completo si atiende a sus predecesores, cuya experiencia no puede haber sido vana. Sin embargo, no hay por qué sufrir por lo no leído. Hace poco me regalaron La conjura de los necios. Al llegar a la página ochenta y pico, comprendí que no me había equivocado al no hacer caso de su éxito: no estaba escrito para mí, ni las opiniones que lo convirtieron en un best seller eran compatibles con las mías: no me interesan en absoluto las taras ideológicas de un obeso sureño al que algunos, en un acceso febril, comparan con Alonso Quijano, ¡qué locura, ésa sí!

Para un escritor, lo realmente desazonante de las buenas lecturas es la comprobación de que todo está hecho. No se puede superar a Faulkner ni a Thomas Mann. Lo único que cabe hacer es olvidar su grandeza y dedicarse a lo propio: al fin y al cabo, rara vez se es realmente consciente de las propias limitaciones y de las propias grandezas, si se las tiene.

Hay libros dedicados a las ideas y libros dedicados a las historias, incluidos los de historia propiamente dicha. Cuando en mi ya lejana adolescencia leía la Fenomenología del Espíritu de Hegel, en grupo de estudio, mi amigo Fernando Mendoza decía: "Si se entiende esto, lo demás es una pelotudez". Sospecho que tenía razón, porque después de esa experiencia nada me pareció difícil, aun cuando fuera importante. En cuanto a los libros de historia, los clásicos, desde Gibbon hasta Ranke, cada vez encuentro más placer en ellos. En las ediciones académicas prescindo de los estudios preliminares parásitos perpetrados por profesores que jamás escribirán un libro (hay excepciones, por supuesto: siempre leeré los prólogos de José María Marco, sin ir más lejos).

Uno de mis mayores placeres son los libros que están entre la política y la historia, los libros con consecuencias, sin inocencia alguna, que van desde las Memorias de Godoy hasta los libros-documento como el de Jesús Palacios sobre el 23-F o el de César Alonso de los Ríos sobre Tierno Galván, por poner sólo un par de ejemplos. Es como discutir con un amigo, cosa que a veces también ocurre: con el amigo que escribió el libro, pero después del libro.

Y todo esto forma parte del descanso, no de la actividad. 

 

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