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Lucas Fiorini

Fumata celeste y blanca

Los argentinos habremos sentido algo parecido a lo que vivió el pueblo polaco cuando en 1978 se enteraron de que un compatriota de su atribulada patria fue electo Papa.

Son difíciles estas líneas. Hermosamente difíciles.

Para un argentino, católico, que ama a su Iglesia y ve en el Papa al vicario de Cristo, la elección del cardenal Jorge Bergoglio como obispo de Roma ha sido una emoción inmensa, increíble, preciosa, inconmensurable. ¿Cómo expresarlo, cómo ordenarlo, cómo detenerse para plasmarlo?

Debo reconocer que estaba hondamente movilizado interiormente, más desde que se corrió la noticia del humo blanco. Como millones de personas en el mundo entero, junto a mi familia –¡otra bendición!–, nos conectamos por internet con el canal vaticano para ver en vivo quién sería el nuevo Pontífice. Estábamos expectantes, como no recuerdo antes, mientras mirábamos a la gente en la plaza de San Pedro rezando y vivando al todavía desconocido Papa. Confiados todos absolutamente en la acción del Espíritu Santo. Fue una buena elección mirarlo por ese canal: ningún comentario entorpecía la belleza de ese momento histórico. Acompañamos también con la oración y con el corazón latiendo fuerte. Y después de media hora se prendieron las luces y al fin se abrieron las puertas que daban al balcón de la basílica de San Pedro. El cardenal informó el nombre... Bergoglio. Un grito de alegría inundó nuestra casa y la de millones de argentinos. Lágrimas. Incredulidad. ¡No puede ser! Pero Dios todo lo puede. Y la alegría, qué cierto, se hace mil veces mayor cuando es compartida. Empezaron a caer los llamados de los amigos. Todos emocionados, todos llorando, todos agradecidos con el Señor, todos felices. Sentí que queríamos abrazarnos en esta noticia, que necesitábamos este aliciente, que fue un bálsamo para el alma, una esperanza de que no todo está perdido. Lo fue para el mundo, pero de manera especial para el pueblo argentino, a quien nos compromete particularmente como comunidad. ¡Cómo lo necesitábamos! El cuerpo y el alma estaban pletóricos. Sin duda era una bendición. Dos pensamientos se me vinieron: entendí los salmos y profetas cuando dicen a los fieles que "prorrumpan en gritos de alegría" por las bendiciones de Dios, y pensé que los argentinos habremos sentido algo parecido a lo que vivió el pueblo polaco cuando en 1978 se enteraron de que un compatriota de su atribulada patria fue electo Papa.

Un par de subrayados

No quiero entrar aquí sobre algo que estará mil veces más y mejor desarrollado en otros textos, diciendo quién era el cardenal argentino electo, sus antecedentes, etcétera. Quisiera señalar simplemente dos cosas breves que creo son de fondo, intentando advertir la real y enorme dimensión de lo sucedido.

Pero antes una consideración no menor que temo se pase por alto en los comentarios de estos días: agradezcamos también a los cardenales que supieron sostener este buen camino y ser fieles a las mociones del Espíritu. La Iglesia ha sabido leer los signos de los tiempos, las necesidades que sufre el mundo de hoy, y decidido dar de beber del agua viva que Cristo legara con su venida y de la cual hay una sed inmensa en el desorientado y angustiado hombre actual.

La primera observación es que la elección de Bergoglio permite continuar y profundizar la línea clara retomada con el Concilio Vaticano II –y particularmente con los dos últimos pontífices– de presentar a una Iglesia que, liberada de las ataduras que provocan las confusiones con el poder, se presenta como luz del mundo, conciencia de la humanidad, contracara de los poderes temporales. Alguien tiene que decir con libertad que no vale todo lo mismo, que la última razón no es la fuerza, que hay valores, moral y también derechos y dignidad intrínsecos a toda persona, por encima de cualquier capricho arbitrario de los poderes de turno. Todo el magisterio de Juan Pablo II y Benedicto XVI gritan esto a los cuatro vientos. La reciente renuncia fue un golpe sobre la mesa para que atiendan los que se hacían los distraídos. Viene ahora un Papa sin el carisma único de Wojtyla ni la impresionante erudición de Ratzinger, con un estilo diferente a esos grandes predecesores, pero que precisamente por ello enriquecerá aún más a la Iglesia, con una impronta ya esbozada en la elección del nombre y construida sobre cimientos firmes a través de su conducta de siempre. Continuará el hincapié en la vuelta al mensaje central de Cristo y los primeros cristianos: el anuncio del Reino, el testimonio de (y con) una vida coherente entre lo que se cree, se predica y se practica, la fuerza del amor y su primacía ante todo. Francisco I: elegir el nombre del santo pobre por antonomasia, humilde y sencillo, evangélico y amante de toda la Creación, corona con un espíritu nuevo el acertado sendero seguido por la Iglesia en el siglo XX. Ha sido electo un cultor del bajo perfil frente a la voracidad de los que hacen cualquier cosa por alcanzar presencia pública, un amante del pueblo y profundamente sensible a lo popular frente a la falacia de las demagogias y los populismos que usan a la gente, un dirigente austero hasta la médula frente a la obscenidad de los corrupción que crea millonarios y como contraejemplo de los que están cegados por el dinero pensando que es lo único que importa y vale en el mundo. Presentarse pidiendo la bendición y oración del pueblo, con su cruz pobre en el pecho, nos da la certeza de que es un enviado de Dios quien, con la firmeza de la Fe y la ley de la caridad pero consciente de la urgencia e importancia de una nueva evangelización, conducirá la barca de Pedro en este inestable siglo XXI. Continuará el diálogo iniciado por sus predecesores, rescatando todo lo que hay de bueno en el mundo, mostrándonos a la vez cuál es el Camino, la Verdad y la Vida, para que la Buena Nueva nos aparte, prevenga y cure de las injusticias, los errores, las maldades, la muerte que campea y acecha en la cultura y el mundo de hoy.

Lo segundo que quisiera mencionar y subrayar, corolario de lo antedicho, es que evidentemente seguirá la línea de la sana reforma en la Iglesia, que no es de ruptura y discontinuidad con el pasado pero tampoco de condena y cerrazón ante el mundo (sea por aferrarse a meras costumbres o por contingencias temporales), para así poder brindar con real alcance e ímpetu el anuncio renovado de la fe ante tantos hombres y mujeres de buena voluntad, cuyo acercamiento se necesita en nuestro globalizado planeta. Aires nuevos soplaron. Fue elegido un Papa no europeo. La Iglesia es católica, es decir, universal. Había que plasmarlo también en un pontífice procedente de los pueblos evangelizados no hace tanto. Se reconoce por tanto la mayoría de edad también para esas –nuestras– iglesias. Surge así el primer Papa americano, lo cual debe llenarnos de orgullo por nuestra tierra y nuestro continente, innegablemente cristiano y, aun con sus problemas, más fresco y vigoroso religiosamente frente a la débil fe del viejo continente, que parece querer olvidar con mentalidad suicida sus raíces cristianas, constitutivas de su ser por antonomasia. Lo mejor de la herencia europea, procedente de Grecia, Roma, obviamente el cristianismo, y de la ilustración y la modernidad, podrá ser rechazado por la secularización, el fundamentalismo o las ideologías de moda, pero no por la Iglesia, y ella continuará creciendo además con los aportes únicos y necesarios que le ha obsequiado el resto del mundo evangelizado.

Por último, fue electo un Papa jesuita, también una novedad, que garantiza por su carisma fidelidad a las dos alas que batieron incansablemente Juan Pablo II y Benedicto XVI para que podamos elevarnos espiritualmente y llegar a la verdad: la Fe y la razón.

Demos gracias a Dios por el nuevo Papa: una elección divina sin dudas, un signo poderoso, una bendición para todo su pueblo.

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