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Luis Herrero Goldáraz

El inicio del final

Quién será el encargado de enterrarla cuando ya no queden vestigios de este presente que sólo concluirá cuando nadie lo pueda tergiversar. 

Quién será el encargado de enterrarla cuando ya no queden vestigios de este presente que sólo concluirá cuando nadie lo pueda tergiversar. 
La reina Isabel II | Cordon Press

Empezando por el final, aunque ese final no haya llegado todavía, diré que ahora mismo existe en Guetaria un monumento al que, supongo, deben acudir sobre todo adolescentes ansiosos por pegarse el lote o beber los primeros alcoholes en pandilla antes de desfallecer. Es uno de esos monumentos que podrían haber sido levantados en honor a cualquier cosa. Un conjunto de piedras viejas, unas escaleras lúgubres, un trozo de césped descuidado y un buen mirador para disfrutar del mar. En realidad, si se diese el caso poco probable de que quienes lo frecuentan ni siquiera sepan que es un monumento, tampoco habría nada que reprochar. Allí lo importante es lo accesorio. Se trata de un lugar de ensueño para hacer cualquier cosa que no sea rendirle homenaje a nadie. Una bandera izada en el olvido. Lo que todo monumento debe ser.

Es un buen sitio para reflexionar. No parece difícil imaginar a alguien sentado allí esta tarde, recibiendo en su bolsillo las actualizaciones del estado de salud de la reina de Inglaterra y preguntándose de qué va esto de la vida, que hasta las cosas que parecen inmutables están condenadas a desaparecer. Puede que haya leído aquello de que Churchill nació cien años antes que Lyz Truss, exactamente, y que ambos han sido primeros ministros de Isabel. Y que haya sentido un espasmo tímido nada más encontrarse con la confirmación de la noticia, como si la existencia fuera un parpadeo pero sólo ahora lo pudiese comprender. Es muy posible, de hecho, que haya visto The Crown y conozca los entresijos de una biografía que lo mismo te sostiene cinco temporadas como una biblioteca especializada en la historia del siglo XX, en general. Y que se haya recostado consternado, sin reparar en que los dieciocho nombres que están casi borrados a su espalda también vivieron, hace siglos, y hace siglos comenzaron a dejar de ser.

Lo que es menos probable es que ese monumento en el que está sentado le inspire tantas cosas como la muerte de la reina inmortal. Sorprendería incluso que se hubiese enterado bien de que la razón por la que tiene un sitio en el que divagar pensando en ella fue conmemorada hace dos días, cuando se cumplieron cinco siglos del momento en el que esos dieciocho marineros, famélicos y moribundos, arribaron al puerto de Sanlúcar después de completar una de las mayores hazañas que nunca haya imaginado la humanidad.

Fue un viaje de tres años repleto de incertidumbre, miedo, gloria, muerte y redención. Fue la primera circunnavegación a la tierra y la apertura de rutas improbables. Fue la lucha del hombre contra su naturaleza, una disputa que enfrentó a naciones y que atrapó a doscientos hombres obligados a dar la vuelta al mundo sorteando a sus captores, siempre acechantes. Sin mapas, sin futuro y sin piedad. Fue la metáfora perfecta de lo que es vivir, porque aunque a veces algunos consigan llegar a puerto nada cambia el hecho de que todos estemos condenados a naufragar.

Volviendo al final, añadiré que todavía no ha llegado porque aún les podemos evocar. No importa que su imagen sea falsa y sus nombres ya no existan y el Gobierno de España no les quiera reivindicar. El final hace tiempo que no les pertenece a ellos, sino a nosotros. Ahora se levantarán monumentos dedicados a Isabel II. Lo que no sabemos es quién será el encargado de enterrarla de verdad, cuando ya no queden vestigios de este presente que está yéndose, por ahí se marcha, ya se ha ido, pero que sólo concluirá cuando nadie lo pueda tergiversar.

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