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Luis Herrero

Cambio de planes: no a la Gran Coalición

Felipe González y Susana Díaz no quieren entenderse con el PP sino con Ciudadanos.

No hace tanto –¿cuánto?, ¿un mes?–, el PSOE era en todo su apogeo una jaula de grillos. La política va a tal velocidad que ya casi ni nos acordamos. Pedro Sánchez era un cadáver que caminaba hacia la emboscada que le habían tendido los amos del cotarro para colocar en su lugar a Susana Díaz. Los partidarios de contener la sangría de votos que se estaba yendo a Podemos habían colocado al partido lejos de eso que ahora llaman los expertos la centralidad política. Había un movimiento interno de enmienda a la totalidad empeñado en anclar el mensaje ideológico en aguas más templadas, aprovechando el viaje a la deriva del PP. Unos y otros ocupaban las dos caras opuestas de la luna. Sonaban tambores de guerra y cánticos mortuorios. Las apuestas más audaces acariciaban la idea de la gran coalición, las más rancias exploraban acuerdos con las ruinas de Izquierda Unida tras la eclosión tempestuosa del fenómeno encarnado por Pablo Iglesias. La zozobra, la incertidumbre y el pánico al abismo habían convertido a los socialistas en una tribu al borde de la guerra civil.

Pero, de pronto, la pelea tumultuaria aplacó su furia, la tempestad amainó. Estaba claro que algo o alguien había decretado una paz a la fuerza. Podía ser que la inmediatez de las urnas, el protocolo de fingimiento que exigen las campañas, hubiera soterrado los desacuerdos a la espera de que el recuento de los votos anunciara el fin de la tregua. O que un árbitro con suficiente ascendiente hubiera impuesto su particular ley del silencio. Tras la lectura de El País de ayer domingo no tengo dudas de que ha ocurrido lo segundo. No sé si el Felipe González que se asomó ayer al buque insignia de Prisa se parece más al Vito Corleone que acaricia el pescuezo de un gato en el arranque de El Padrino o al Wyatt Earp de Pasión de los fuertes, el sheriff crepuscular que llega a Tombstone para acabar con la arbitrariedad de los Clanton. Habrá que ver cómo acaba la película. Lo que está claro, de momento, es que su irrupción en escena ha puesto orden en el caos. Ahora ya sabe cada uno cuál es su papel.

"Algunas veces –ha dicho el anciano de la tribu– me permito opinar y otras veces puedo hablar informando. En este caso, informo: su compromiso [el de Susana Díaz] va a ser con Andalucía, sin alternativa". Se puede decir más alto, pero no más claro. Así que ya está resuelto: no habrá duelo al sol entre Sánchez y Díaz en las primarias del 26 de julio porque el patrón ha ejercido su derecho de veto. Va a dejar que el secretario general del PSOE se cueza en su propia salsa, sin apartarlo del cartel electoral –salvo descalabro apocalíptico en las municipales de mayo–, para no exponer a su discípula favorita al riesgo innecesario de que se chamusque antes de tiempo. Felipe González ve en Susana Díaz "una capacidad de liderazgo indiscutible. La demuestra cada día hasta en su lenguaje corporal". En cambio, "cuando alguien cuestiona el liderazgo de Pedro Sánchez tiene derecho a hacerlo. Sin duda alguna le falta recorrido para terminar de consolidarse". No hace falta mucha imaginación para rellenar las elipsis que rodean esas dos afirmaciones. Si Sánchez sale vivo de las municipales y tiene un resultado digno en las generales habrá recorrido el trayecto que le falta para alcanzar la investidura de líder consolidado del partido. En ese supuesto, la comparecencia de Susana Díaz en el puente de mando del PSOE dejará de ser necesaria. Pero si sucede lo contrario, es decir, si Sánchez naufraga y se hunde con todo el equipo, la andaluza, a salvo en la fortaleza de San Telmo, estará en disposición de heredar lo que quede en pie tras la hecatombe. No ocurriría lo mismo si se precipita en el juego del "quítate tú que me pongo yo" y la derrota electoral le estallara en la cara. Así pues, Felipe González le aconseja paciencia. Mejor dicho, se la prescribe. A la pregunta de si ve a Susana Díaz convertida en mandamás del partido, el ex presidente responde: "Dentro de tres, cuatro o cinco años no lo excluyo".

Los que están en el secreto saben que ese discurso dilatorio supone un cambio de planes en toda regla. Hasta hace muy poco tiempo –¿cuánto?, ¿un mes?– la idea que patrocinaba Felipe González consistía en descabalgar a Sánchez por lo civil o por lo militar y colocar a Susana Díaz en la sala de máquinas de Ferraz para que, tapándose la nariz, alcanzara in extremis un acuerdo de salvación nacional del Régimen del 78 con los supervivientes del PP. ¿Qué ha ocurrido para que cambie tanto la partitura? Poco más o menos, que Podemos ya no representa el riesgo exterminador de hace unas cuantas semanas y que el PP ha dejado de ser el único aliado posible para salvar la herencia de la Transición. En el fondo, si se mira bien, ambas cosas son la cara y la cruz de la misma moneda: Ciudadanos.

La estrategia que puso en escena el PP en su Convención de finales de enero (¡hace sólo mes y medio!) se ha venido abajo como un castillo de naipes. La idea de Rajoy de presentarse ante el electorado como el único antídoto capaz de evitar el caos que representa Pablo Iglesias ya no sujeta suficientes votos. Albert Rivera diezma el granero de descontentos que estaban dispuestos a votar a Podemos sin estar de acuerdo con su programa, sólo por el placer de manifestar su infinito cabreo con los actores tradicionales de la vida pública, y les ofrece una salida airosa a quienes no tenían más remedio que votar al PP –por la puñetera servidumbre liberticida del voto cautivo– para conjurar la amenaza del desembarco de los apologetas bolivarianos. La consecuencia es que los primeros pierden ya cinco puntos en las encuestas y los populares aportan votantes a granel a Ciudadanos. Se acabó la bipolaridad de los antagonismos.

Ya no es sólo Metroscopia la empresa que vaticina desde las páginas de El País el crecimiento espectacular de Albert Rivera. Primero La Razón y luego ABC se han sumado a la misma tendencia. Según el diario de Vocento Ciudadanos alcanza el 11% de intención de voto en Andalucía, exactamente el mismo porcentaje que le adjudica El País, y se convierte en la pareja de baile de postín en la ceremonia de los pactos postelectorales. Eso explica que Susana Díaz haya excluido explícitamente al PP de su agenda de contactos, con el visto bueno de Felipe González (o quién sabe si por sugerencia suya). "Ella ha decidido con quién va a pactar o no –ha dicho en la entrevista de El País– y yo lo respeto. No quiere pactar con el PP o Podemos, así que queda por ahí lo que va a sacar Ciudadanos". Las palabras de González se refieren a Andalucía pero a mí me parece que son extrapolables al conjunto de España. Andalucía iba a ser, según mis noticias, el banco de pruebas de una gran coalición a la alemana que estaba llamada a exportarse después, no por gusto sino por falta de alternativas, al Congreso de los Diputados. González, recuérdese, fue el primero en sugerir la inevitabilidad de ese acuerdo. Él mismo ha sido ahora, también, el primero en reconocer que las circunstancias han cambiado lo suficiente como para cancelar el experimento. Y lo dice, además, con gran alivio.

Llámenme ingenuo, pero soy de los que creen que el PSOE no se agarraba a ese proyecto para hacerse con el poder, aunque fuera compartido, sino porque no veía otro modo de garantizar la pervivencia del tinglado institucional. Ahora, si salva su hegemonía en el feudo andaluz, no creo que le importe encarar una legislatura corta en la oposición. Su cálculo es que un PP moribundo acabaría de desangrarse mientras iría cobrando aliento, en torno a Ciudadanos y al pecio de Rosa Díez, una recreación de UCD con la que sería más fácil negociar el recauchutado del sistema y el aggiornamento de la Constitución. Ya sé que es un cálculo arriesgado que suena a ciencia ficción. No estoy lejos de pensar lo mismo. Pero, después de todo, los políticos siempre me han parecido seres de otro planeta. ¿A ustedes no?

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