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Mario Noya

Obama y la Constitución

Con su programa de transformación de América, con su Estado entrometido y manirroto, Obama no está para velar por la Constitución sino para socavarla.

Con su programa de transformación de América, con su Estado entrometido y manirroto, Obama no está para velar por la Constitución sino para socavarla.

Qué no habría dado yo ayer por ver la carita que puso Steven F. Hayward cuando Obama juró hacer guardar la Constitución. "Acaba de empezar y ya está mintiendo", probablemente dijo. Y hasta puede que fuera él el que puso en circulación esta imagen.

Steven F. Hayward es el autor de la Guía políticamente incorrecta de los presidentes norteamericanos, un libro extraordinario que valora el desempeño de sus protagonistas ("de Wilson a Obama", acota el subtítulo) empleando como piedra de toque la norma fundamental del país, esto es, la Constitución.

Y Obama sale muy mal parado. Le pone una F, la peor nota, que comparte con Woodrow Wilson, Franklin Delano Roosevelt (FDR), Lyndon B. Johnson (LBJ), Jimmy Carter y Bill Clinton. Todos demócratas, sí. En el polo opuesto, luciendo una A, coloca a Calvin Coolidge (A+) y a Ronald Reagan (A-), ambos republicanos, sí.

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Obama es justo la clase de presidente demagogo que los Padres Fundadores temían socavase la estabilidad de la república americana, a golpes de carisma y valiéndose de lo que Alexander Hamilton llamaba "las diminutas artes de la popularidad",

dice Hayward en el mero arranque del capítulo que dedica al actual inquilino de la Casa Blanca. Dice más, tampoco bueno:

Además de practicar una política que los Fundadores tendrían por aberrante, Obama es el presidente más ideológicamente izquierdista de la historia americana, de una radicalidad superior en varios órdenes de magnitud a la de FDR o Lyndon Johnson .

Por si fuera poco, añade, es el presidente más polarizador de los últimos sesenta años, desde que se tiene registro estadístico (Gallup) de esto, vamos. Y remacha:

Obama llegó a la presidencia con la trayectoria política más corta y la menor experiencia de entre los presidentes modernos, lo que justifica la idea de que debe ser considerado el primer presidente producto de la discriminación positiva, pues en buena medida ganó las elecciones debido a su raza.

A juicio de Hayward, Obama es la cuarta ola de reformismo estupendo que asuela Norteamérica: la primera fue la de Woodrow Wilson, santo patrón de los progressives; la segunda, la de FDR y su New Deal; y la tercera, la de LBJ, con su Great Society. Cada una de ellas cebó al Leviatán y comió terreno a la sociedad y los individuos que la componen; se tradujo en más impuestos, más regulaciones, más gasto público, más intromisiones del Estado en las vidas y haciendas de los norteamericanos.

"Cada ola de reformismo progresista conllevó un debilitamiento de la Constitución", refiere Hayward (que al punto advierte de que la generada por Obama no ha supuesto, no supone, no supondrá una excepción). ¿Por qué? Pues porque la Constitución de los Estados Unidos de América es un documento para atar en corto al Poder, limitarlo, vigilarlo, controlarlo. Por eso es tan breve y tan clara. A los ungidos de por allá les gustan más las que se estilan por aquí, en la Vieja Europa, que más que constituciones parecen cartas otorgadas, por las que el Poder, más que reconocer, concede graciosamente derechos y libertades. Y los quita. La Constitución norteamericana es como un esqueleto, duro, rígido, diseñado precisamente para sostener las partes mollares y flexibles. Es un pilar, el pilar, y tiene por supuesto vocación de permanencia. Para los ingenieros de sociedades y almas, eso no es bueno. La prefieren de barro o blandiblú, para hacer con ella y de ella, y con la sociedad que ordena, lo que quieran.

Con su programa de transformación de América, con su Estado entrometido y manirroto, Barack Obama no está ahí para velar por la Constitución. Está para socavarla.

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