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Mónica Mullor

Bárcenas y las ventanas rotas

El llamado a una "regeneración democrática" como consecuencia del ambiente generalizado de corrupción política debe proceder de abajo arriba.

El título de mi anterior artículo, "España se hunde. Bárcenas somos todos", desató, no sin razón, sentimientos muy contradictorios. "Bárcenas somos todos" dio pábulo a la defensa de valores tan preciados como la honradez y la honestidad. Y los lectores insistían en que los corruptos son otros: los empresarios, la clase política, los banqueros... Esto simplemente dice que no se entiende la conexión entre el caso Bárcenas y la pequeña picaresca, el engaño cotidiano, el absentismo o el enchufe, que tanto nos entretiene, y además, si no entras en el juego, se te critica.

Para entenderlo es conveniente hablar de las ventanas rotas.

La teoría de las ventanas rotas trata sobre el contagio de las conductas inmorales o incívicas y fue elaborada por J. Wilson y G. Kelling. Su origen es un experimento llevado a cabo por un psicólogo de la Universidad de Stanford, Philip Zimbardo, en 1969. En una calle algo descuidada del Bronx, Zimbardo abandonó un coche sin placas y con las puertas abiertas. Su objetivo era ver qué ocurría. Pasado unos minutos empezaron a robar sus componentes. A los tres días todo lo que tenía algo de valor había desaparecido. Finalmente el coche quedó destrozado. Pero el experimento no termina aquí. Abandonó otro coche en similar estado en un barrio acomodado de California. Y nadie lo tocó en una semana. Entonces Zimbardo destruyó con un martillo parte de la carrocería. Esta fue la señal que desencadenó una serie de reacciones, y al cabo de unas horas el coche había sido totalmente destrozado, como el del Bronx, por los honrados ciudadanos de un barrio pudiente de California.

Este experimento, ya digo, lugar a la teoría de las ventanas rotas: si en un edificio aparece una ventana rota y no se arregla pronto, inmediatamente los vándalos acaban destrozando las demás. ¿Por qué? Porque la ventana rota envía un mensaje: aquí no hay nadie que vigile.

El comienzo de las conductas incívicas tiene relación con pequeñas transgresiones de las reglas que mantienen el orden de una comunidad. La tolerancia para con el listillo, ese personaje algo gracioso que todos llevamos dentro y que está tan inserto en la tradición española, es lo que hace que aceptemos el pago de bienes o servicios sin IVA, el recurso a las influencias, el plagio, el clientelismo, el amiguismo, el absentismo, los minutos de cortesía, etcétera, esgrimiendo como justificación el "No pasa nada". Ese "No pasa nada", que nos conduce a transgredir cotidianamente reglas y normas éticas, es el gran autoengaño en que vivimos.

Claro que pasa. Nuestras pequeñas transgresiones crean el ambiente donde florecen las grandes transgresiones. Los que hoy están involucrados en vergonzosas tramas de corrupción fueron en su día pequeños listillos. No nacieron siendo grandes estafadores, sino que fueron aprendiendo, poco a poco, engaño a engaño, hasta llegar a ser los alumnos más avanzados de la clase. Esto es lo que subyace a "Bárcenas somos todos". Un poco de autocrítica nos vendría bien, pero para eso hay que entender que de aquellos polvos vienen estos lodos.

El llamado a una "regeneración democrática" como consecuencia del ambiente generalizado de corrupción política debe proceder de abajo arriba. Hay que recuperar las conductas cívicas y morales en la familia, en el parlamento, en la empresa, en el club deportivo, en la ciudad, en los colegios, en los medios de comunicación. Parafraseando a Kant, se trata de que actuemos siempre de modo tal que nuestra conducta pueda ser considerada una regla universal. Cuando llegue ese día podremos hablar de una verdadera regeneración, aunque la vida se torne algo más aburrida.

En España

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