No es nada nuevo. Hasta ahora, el único remedio eficaz ante el interés atacado, la vanidad herida, el argumento desacreditado, la ambición descubierta, el dios humillado y demás resortes del poder amenazado, era la matanza, la aniquilación física de los enemigos, el exterminio de los otros, de los que ponen en peligro nuestras razones, posesiones y posiciones. Dejar vivo a un contrincante fue siempre dejar suelto un peligro futuro. Nuestros griegos y romanos, siempre atentos con el dinero, inventaron la esclavitud reconvirtiendo el odio en negocio, un método que hacía innecesario el asesinato masivo y, de hecho, un avance económico y moral sobre los genocidios y las carnicerías. Sin embargo, el crimen siguió existiendo de forma más o menos masiva hasta nuestro tiempo. Sólo el pensar en los masivos degolladeros nazis y comunistas o en la bomba atómica o en la guerra civil española o en la masacre de Ruanda hace 26 años, 800.000 asesinados en 100 días casa por casa choza por choza (así lo describe el testigo José María Arenzana en su reciente libro) da una idea de que el signo de Caín sigue en los vocabularios.
Schopenhauer, el malicioso alemán que renegaba de su origen nacional, compuso 38 estratagemas sobre el arte de tener razón. Luego, el malogrado Franco Volpi, su admirador nihilista, completó su plan con un abecedario de impertinencias acerca de la utilidad del insulto cuando no llevamos razón y alguien lo descubre y nos descubre. Es entonces preciso blandir el insulto como arma de combate para seguir ganando, aunque ya no se lleve razón. Pero toda esa parafernalia corresponde a los modos y maneras de la supuesta democracia política, ese sueño imposible para un mundo que siempre es el peor de los posibles. Incluso en el mejor de los supuestos - que sólo fuese preciso matar a unos pocos mediante la mano invisible de los servicios secretos -, las democracias no pueden ocultar que hay “intereses de Estado” que obligan a dejar a un lado razones e insultos, al fin y al cabo juegos florales, para suprimir a los empecinados.
Por ello, saludo con entusiasmo la nueva arma que puede desterrar el asesinato y la escabechina. Al arte de tener razón y al arte de insultar, no muy efectivos realmente, se añade hoy el arte de borrar. Ya no es preciso afanarse pesadamente en tener razón frente a un contrario y tampoco hay que menospreciarlo y ridiculizarlo groseramente argumentando ad personam. Tampoco habrá que ejecutarlo, un proceder que obliga a encarecer y a ensuciar el precio del poder. Se trata de borrarlo de la pizarra del mundo, de actuar como si no existiese desvaneciendo su existencia civil y social mediante la extinción de sus datos y accesos a la corriente de la gran red de la inteligencia universal.
Ya sé que el nuevo procedimiento de cese de los individuos o grupos incómodos significa que un sanedrín de personas poderosas va a decidir quién tiene o no existencia pública relevante en todo el planeta. Es lo que siempre se ha hecho en cualquier época que elijamos analizar. La diferencia está en que ya no será necesario derramar sangre para ser eficaces. Sencillamente, se coge el borrador de la memoria y se aprieta el botón correspondiente. Todas las referencias personales a determinado sujeto quedarán sepultadas donde habita el olvido, ese lugar de Bécquer, y el suprimido no podrá recuperar la identidad por los procedimientos habituales. Esto es, habrá desaparecido de la información disponible y nadie, salvo aquellos a los que pueda conocer personalmente, siempre muy pocos, sabrán de su vida.
Sí, cierto, es una forma de matar, el agujero perfecto para la desmemoria orwelliana. Estamos ante la grandeza del método definitivo, por cantidad y calidad de las víctimas que, sin embargo, seguirán vivas en su minúscula dimensión. Ejemplo. Servidor fue arrasado de Twitter hace años sin explicación alguna, sin audiencia ni juicio previo y sin apelación posible. Y así sigo. Si triunfase una entente entre todos los dueños de las autopistas del espíritu, estaría sepultado entre las ortigas de Cernuda.
Se está asaltando el capitolio de la conciencia individual que consideramos base de las democracias nacionales. Ergo…Capitalistas y comunistas unidos contra la libertad, pero, eso sí, de modo universal y compasivo. Saludamos la mejora, claro, pero algo habrá que inventar contra esta plaga.