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Santiago Navajas

¿A quién hay que culpar?

El Estado de bienestar ha hecho propagar la ilusión de que la total seguridad es alcanzable y que somos omnipotentes.

El Estado de bienestar ha hecho propagar la ilusión de que la total seguridad es alcanzable y que somos omnipotentes.
El periodista de ultraizquierda Antonio Maestre | Imagen de vídeo

Tras el asesinato de Laura Luelmo se ha desatado una ola de acusaciones. Contra el principal sospechoso, claro, pero también respecto de varios colectivos. Según el periodista de izquierdas Antonio Maestre son cómplices especialmente los votantes de VOX. También habrá quien haya pensado en el colectivo de los gitanos. Ya puestos a echarle la culpa a enemigos imaginarios favoritos... Los de derechas responsabilizan a la Ley de Violencia de Género, por capciosa, y al sistema penal, por blando. Los de izquierdas, a los varones, a la sociedad heteropatriarcal, al sistema capitalista y a las instituciones educativas. Recordemos que no solo los inquisidores sino también las brujas creían en la culpabilidad de la brujería. Solo ha faltado un heideggeriano que culpe a Platón, el responsable de todos los males de Occidente según pensadores tan opuestos como Nietzsche o Popper.

Explicaba Voltaire que el mundo es una masa de mal repartido al azar o simplemente de mala suerte. Sin embargo, nos cuesta aceptar que haya tragedias que ocurren porque sí. Estamos programados para buscar responsables y culpables en las acciones que nos ocasionan males. Eso sí, que ocurran lo más lejano posible de nuestra potencial responsabilidad. Los culpables siempre son los otros. Así, el alumno dirá orgulloso a sus padres que él ha sacado sobresaliente en Matemáticas pero se quejará lloroso o indignado porque el profesor le ha suspendido Filosofía. Ante la muerte de un ser querido nos gustará pensar que Dios se lo querido llevar para cumplir un propósito superior, o ante un desastre natural elucubraremos con el designio inescrutable de la Providencia.

William James analizó este fenómeno psicológico en sí mismo, cuando vivió un gran terremoto en San Francisco:

Personifiqué el terremoto como una entidad individual permanente (...) Alma y voluntad nunca estuvieron más presentes en acción humana alguna ni actividad humana alguna señaló con más claridad hacia un agente vivo como su fuente y origen.

Cuando Dios empezó a morirse, como Nietzsche certificó en su libro La gaya ciencia de 1882, nació el Estado de Bienestar, que comenzó a ejercer el papel de divinidad laica. Bismarck comenzó el primer sistema de pensiones en 1881. Chesterton observó que la gente que dejaba de creer en Dios podía creer, a cambio, en cualquier cosa. Pero cabría objetar a Chesterton que en realidad la mayor parte de los nuevos incrédulos, salvo los anarquistas, se postraron ante la nueva divinidad del Estado. Nietzsche lo tuvo más claro que Chesterton y en 1885 publicó otro libro, Así habló Zaratustra, donde observó la emergencia del ogro filantrópico.

Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: "Yo, el Estado, soy el pueblo".

Si Dios no existe, lo malo no es que todo esté permitido, como se temía Dostoievski, sino que ya no hay nadie a quien culpar metafísicamente por nuestros errores, individuales y colectivos. De ahí surgió la necesidad de inventar culpables abstractos pero de índole laica. Lo resumió Jeanette magistralmente en una canción en la que, con voz infantil, proclamaba: "Soy rebelde porque el mundo me ha hecho así". Donde "mundo" significaba no divina Providencia sino laica Sociedad. Es decir, que la responsabilidad de sus errores y delitos no era suya sino de una entidad ajena y anónima, amorfa y gaseosa, a la que poder cargar con sus culpas (y facturas). Y si la sociedad es perversa, dado que se ha designado al Estado con la sacrosanta tarea de asegurar todos los aspectos de la existencia, incumbe al Gobierno realizar la tarea que antes se esperaba que cumpliera Dios: premiar a los justos y castigar a los pecadores.

Cuando acontece una catástrofe rechazamos instintivamente que se trate de una des-ventura y buscamos transformar la tragedia en una in-justicia. Todos somos potenciales víctimas y potenciales perpetradores. Lo que nos dice muy poco sobre la probabilidad concreta de convertirnos en una víctima o un verdugo. Pero del mismo modo que tendemos a no hacer nada de forma particular para solucionar una injusticia, también tenemos la tendencia a exigir al Estado que haga lo que sea y al precio que sea (total, es gratis) para librarnos de la sensación de que hay cosas irremediables en su azaroso discurrir. A más injusticia pasiva por nuestra parte, más apariencia de justicia activa exigimos al Estado. Por eso la caridad tiene tan mala fama actualmente, mientras que la solidaridad es tan políticamente correcta. Para ejercer la caridad tiene uno que hacer algo; para ser solidario basta con gestos que no solo no cuestan nada sino que nos hacen sentirnos cálidamente bien con nosotros mismos desde el punto de vista moral, además, eso sí, de pedir al Estado (es decir, a los demás) que hagan de manera colectiva lo que nosotros no estamos dispuestos a realizar personalmente.

El Estado de Bienestar ha hecho propagar la ilusión de que la total seguridad es alcanzable y que somos omnipotentes. Pero el principio de realidad nos enseña que, por mucha concienciación que haya sobre la buena conducción y lo bien que estén las carreteras, siempre habrá accidentes mortales, aunque consigamos reducirlos al mínimo. También que incluso en la más feminista de las sociedades, en la que todos los hombres sean "aliados" y hayan pasado por talleres de Leticia Dolera para crear una "nueva masculinidad" de acuerdo a los valores de la ideología de género, seguirá habiendo asesinatos, porque hay psicópatas asesinos o, simplemente, personas que deciden que el asesinato es una estrategia racional victoriosa o se dejan llevar por un arrebato sentimental de ira.

Precisamente por ello tenemos que seguir educando para ejercer una libertad responsable y compasiva, como recomendaba Adam Smith en La teoría de los sentimientos morales, al mismo tiempo que reforzamos los castigos para aquellos que decidan cometer crímenes. La Educación para la Ciudadanía no solo es compatible con la cadena perpetua, sino que una y otra se complementan como el yin y el yang. Y, por supuesto, la ayuda a las víctimas reales debe deslindarse de los falsos reclamantes y de aquellos que pretenden instrumentalizarlas para satisfacer los dogmas de su ideología particular. Los hechos son los que son, pero lo que se considera brujería va cambiando con el paso de los tiempos. Antonio Maestre no es en absoluto cómplice del asesino de ninguna mujer, pero sí es culpable de aprovecharse del impacto mediático de su asesinato para satanizar al adversario político. No es un asesino, solo es un inquisidor.

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