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Tomás Cuesta

Puigdemont y 'el procés': la 'cançó' del pirata

En Cataluña, en Catalonia Is Not Spain, aunque haya muerto el perro, la rabia sigue intacta, el desafío en pie, el chantajismo en alza.

Después de que Artur Mas haya saltado por la borda para evitar -¿será por mártires?- que esa nave pirata que bautizó como el procés acabara abismándose en la insignificancia, el nuevo timonel, fidelísimo intérprete de la voz de su amo, ha vuelto a levar anclas y, consumado el esperpento, está dispuesto a todo (todo por el botín, o sea, por la patria) para que el disparate no decaiga. Sin novedad, por tanto, en el alcàsser del bajel, en román paladino, sin novedad en el Alcázar. En Cataluña, en Catalonia Is Not Spain, aunque haya muerto el perro, la rabia sigue intacta, el desafío en pie, el chantajismo en alza. Y ahora será de ver si Carles Puigdemont se conforma con ser la sombra de un fantasma -el hereu del hereu, el vicario de saldo-, o si pretende escabullirse, siendo él mismo, de aquel "Mas de lo mismo" con el que le crucificó Arrimadas.

El presidente Puigdemont, haciendo honor a su apellido, no es un trepa vulgar sino un escalador curtido y entusiasta. Lo demostró al hacerse con la alcaldía de Gerona frente a un Joaquim Nadal que, por entonces, parecía invencible, incluso inevitable. Y lo certificó cum laude cuando el cacique socialista -un híbrido de gauche caviar a espuertas y de nacionalismo de alta gama- en lugar de entonar el Vae victis!, posó de fidelísimo aliado. La inundación soberanista que arrastró al PSC hasta el estéril no man's land en el que yace es una de las claves que explican y apuntalan el inusitado ascenso del actual Molt Honorable. Y la otra es la AMI, la Associació de Municipis per la Independència, el formidable instrumento de poder que Puigdemont ha puesto en solfa a la chita callando, el retrato cabal del activista y de sus mañas.

Experto en tontos útiles y en compañeros de viaje, el señor Puigdemont ha transformado lo local en la argamasa unánime que cimienta la Causa. Ha convertido los pueblos en fortines, ha trufado el paisaje de esteladas, ha hecho que el independentismo comarcal (el que se adensa, terra endins, en el macizo de la raza) sea tan cotidiano y tan vertebrador como el pan con tomate. Ha conseguido, en fin, que la desvencijada Convergencia aún presente batalla en la trinchera agropecuaria y que el señor Iceta se ofrezca a bailarle el agua en lugar de explicarnos qué pinta su partido en la tela de araña del antiespañolismo atávico.

Lo sustancial, empero, lo que terminará por aflorar más pronto que tarde, es que el pelele no lo es tanto. El personaje no se agota en la grotesca martingala (el cuponazo, el pucherazo y, a la postre, el dedazo) que lo depositó, visto y no visto, en el puente de mando del navío corsario. Puigdemont, ese hombre, no es un hombre de paja ni un mero figurante. Experto en componendas, doctorado en enhebres y en transversalidades, sectario hasta la médula, empecinado hasta las cachas, el capitoste de el procés navega, viento en popa, hacia la tempestad soñada. Con diez cañones por banda: o a pique, o al pillaje. La cançó del pirata.

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