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Xavier Reyes Matheus

La crisis de Venezuela y la mediación de España

El régimen chavista estaría encantado de corresponder haciendo de facilitador en las negociaciones con esa Euskal Herria soberana y comunista que mantiene embajada en Caracas.

El régimen chavista estaría encantado de corresponder haciendo de facilitador en las negociaciones con esa Euskal Herria soberana y comunista que mantiene embajada en Caracas.

El ministro de Exteriores español se ha ofrecido, en su intervención ante la OEA, a mediar en la crisis abierta en Venezuela tras las últimas elecciones. No cabe dudar, por supuesto, de la buena voluntad de esta mano tendida, que se comprende por muchas razones: por los intereses que tiene España en aquel país; por las gravísimas perspectivas de una situación cada vez más compleja; y porque la salud de la democracia venezolana no ha sido, ciertamente, un tema descuidado entre las preocupaciones del Partido Popular. Justicia es reconocerlo, y también admitir que en estas circunstancias la prudencia debe ser extremada, pues ante la necesidad más apremiante, que es la de salvar la paz, toda aproximación al problema debe llevar el tacto de un técnico en explosivos.

Un reportaje de El País da cuenta de este difícil escenario diciendo que "la tensión reina en el ambiente y la comunidad internacional desea, aunque sea por una vez, llegar antes y no después de que se rompa la vajilla". Ahora bien: lo que uno se pregunta es qué ha pasado durante los últimos catorce años, en los que el régimen chavista fue poniendo la vajilla, pieza a pieza, dentro de un tambor de centrifugado, mientras la comunidad internacional aparentaba creer que iba a verla salir de allí más limpia y más reluciente. Por supuesto, la petrochequera venezolana explica muchas cosas, y las seguirá explicando. También para España: recientemente se ha conocido que, durante el primer trimestre de este año, las mayores ganancias del BBVA en América Latina se registraron en Venezuela. Algo perfectamente consecuente con esa paradójica "revolución contra la desigualdad" en la que, durante sus primeros diez años (entre 2000 y 2010), el mercado bursátil aumentó en un 875% (frente al 399%, por ejemplo, de Brasil), al tiempo que el salario real caía en un 40%.

Los Estados, lo entiende cualquiera, no tienen en política exterior principios sino intereses. Pero las cuestiones internacionales se desarrollan, como la historia de Braudel, en términos de longue durée, que no suelen coincidir con los lapsos constitucionales entre los que se encuadra la acción de los gobiernos. Ello es aún más visible cuando están de por medio fenómenos ideológicos o sociales que trascienden la mera coyuntura: es evidente, por ejemplo, que asuntos como el terrorismo o el narcotráfico no quedan resueltos con la localización de la bomba o con la incautación del alijo, sino que han de abordarse con una visión amplia, capaz de calibrar todo el alcance y las ramificaciones del problema. En el proyecto surgido en América Latina con Hugo Chávez latía la capacidad de regenerar el totalitarismo de izquierdas, tras la caída del Muro de Berlín, según la estrategia culturalista puesta en marcha para el choque de civilizaciones. La encarnación de esta última en el fundamentalismo islámico consiguió calibrarla Occidente (sin excesiva alarma, todo hay que decirlo) tras contemplar en su propio solar las exhibiciones pirotécnicas de los yihadistas. El chavismo, en cambio, en su emulación bolivariana, logró expandirse sin resistencia por media Hispanoamérica; confundido, a los ojos de todo el mundo, con sus formas exuberantes, con lo real-maravilloso, con plumajes indígenas, los versos del Canto general y la mirada apostólica de la foto del Che.

Pero lo cierto es que la cosa iba más allá del folclore y del gesto desentendido con el que se sentencia que "cada pueblo tiene los gobernantes que se merece". Y, aunque haya tardado en mirarlo de frente, la comunidad internacional tiene hoy ante los ojos el drama de una sociedad que ya nadie puede tachar de oligarquía; que vive secuestrada por un sistema en el que han sucumbido todas las libertades públicas; y a la que, sufriendo un gobierno despótico, asisten sobradas razones para creerlo, además, ilegítimo. Entendido, no obstante, que sea el cálculo y no la filantropía lo que haya de animar la respuesta de la diplomacia, cabría esperar que hubiese una previsión consciente de todo lo que podría cernirse sobre el futuro si ahora se privilegiase al malo conocido, a cuenta de proteger un statu quo ciertamente problemático pero que aún representa un filón para los negocios.

Lo primero es que, como socialismo al fin, el chavismo ha buscado dar a los hispanoamericanos las señas de una identidad resentida, cuyos odios y frustraciones se han dirigido deliberadamente contra España. Ésta aparece, junto a Estados Unidos, como el coco de la gesta bolivariana, y se retrata en los programas educativos con las notas de una nación genocida y esclavista. No es algo que se quede en la amenaza ridícula y en el ocasional insulto televisivo: a cuenta de ese desprecio se legitiman las expropiaciones, las medidas arbitrarias contra los ciudadanos españoles, el desprestigio del legado hispánico en los foros americanistas (en desmedro de la marca España), y se regatean a la Antigua metrópoli los motivos culturales e históricos que hacen de Hispanoamérica su natural zona de influencia, con todo lo que ello le representa ante las autoridades norteamericanas y de la Unión Europea.

A la hora de trazar los objetivos de su mediación, España debería considerar que, si se le presentase la oportunidad, el régimen chavista estaría encantado de corresponder haciendo de facilitador en las negociaciones con esa Euskal Herria soberana y comunista que mantiene embajada en Caracas, y cuyos profetas reciben aquí las pedreas de la piñata petrolera. Porque, si poco sirven de alerta los vínculos de los bolivarianos con los mayores déspotas de África y de Medio Oriente, y con grupos como las FARC, el ascendiente del chavismo amenaza con crecer en una Europa asediada por la crisis; crítica con el capitalismo; revuelta contra los políticos; halagada por las propuestas revolucionarias; indignada frente a la propiedad privada. España, que es ahora como la cifra de todos esos problemas, sabe, por lo que toca a los económicos, cuán deseable sería para su emprendimiento (y no ya sólo para las grandes firmas, sino incluso para las pymes) irse a hacer las Américas. Pero la recuperación comercial y estratégica de su flanco atlántico resulta un objetivo más difícil en la medida en que aumenta, a los ojos de los hispanoamericanos, la percepción de una Europa arruinada y decadente, patética en la comparación con los florecientes mercados asiáticos. No es rentable, por tanto, en este cortejo español al Nuevo Mundo, curvar el lomo y bajar las orejas. El gesto condescendiente será interpretado como debilidad; los socialistas del siglo XXI lo recibirán con nuevas dentelladas, y España se verá al fin enredada en una espiral de descrédito y de irrelevancia de la que mucho le costará recuperarse.

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