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Xavier Reyes Matheus

Manual para fabricar un régimen

¿Cómo se la convierte para que proclame que estamos ante un Estado opresor, inhumano, fascista? Pues yo les cuento lo que funcionó en Venezuela: la sangre.

¿Cómo se la convierte para que proclame que estamos ante un Estado opresor, inhumano, fascista? Pues yo les cuento lo que funcionó en Venezuela: la sangre.

Sentémonos a pensar qué haría falta para convertir una democracia parlamentaria en eso que se alude cuando se la califica de régimen, esto es, algo sin la autoridad de presentarse ante los ciudadanos como un sistema de gobierno justo y legítimo.

Podríamos, por ejemplo, acusarlo de estar corrompido, no ya en el sentido de los ladrones de cuello blanco sino más bien en el de las frutas, pues lo que debe entenderse es que ese proceso supone una ruina irreversible, y que no hay más remedio que tirar la pieza a la basura. El problema, no obstante, surge cuando nos enteramos de los casos de corrupción por la crónica policial de los telediarios. Pues, aunque entonces salen a la luz todos los compadreos, todo el tráfico de influencias, todas las clientelas, toda la red delictiva que envuelve las instituciones, habrá que reparar en dos cosas: primero, en que, si los periodistas lo cuentan, será porque lo pueden contar; y luego en que, si ya la cosa está en manos de la policía, será probablemente porque subsiste en el Estado la vieja idea de que el delito debe ser castigado para salvaguardar el bien común. Aunque la justicia sea lenta, burocrática o demasiado blanda, puesto que existen instrumentos para activarla resultará imposible acusarla de ausente. Y si hay libertad de expresión es que no estamos condicionados a decir sólo lo que conviene a la autoridad.

Propaguemos, entonces, la especie de que el país ha dejado de ser tal y ahora es un inmenso campo de concentración en el que el Estado tiene a la gente muriéndose de necesidad. Pero yo creo que si el coordinador humanitario de la ONU viniese por aquí, no estaría de acuerdo en declarar ninguna hambruna. Se encontraría con un país, seguramente, en el que se hallan comprometidas muchas de las expectativas propias de gente que pertenece al mundo desarrollado. Se encontraría con instituciones y mecanismos característicos del Estado social, que, con mayores o menores limitaciones, funcionan. E incluso hallaría que las políticas del gobierno, en vez de dirigirse deliberadamente a reproducir el gueto de Varsovia a escala nacional, procuran, aunque con desigual acierto y energía, paliar la crisis.

Si una democracia con problemas es homologable a un régimen tiránico, será necesario concluir que el único sistema democrático digno de tal nombre es el que pueda garantizar la felicidad y el bien totales, perfectos, inmarcesibles. Eso, ya sabemos, es algo que sólo lo prometen los comunistas, y si tienen éxito es porque hay gente dispuesta a creerlo en un simple e interesado acto de fe. Pero, a pesar de ello, todavía hay personas inclinadas a mirar las cosas con los ojos de la cara; gente que quizá tiene ganas de un cambio político; que las está pasando canutas; que desearía que se aplicaran reformas en muchos ámbitos; que teme por el futuro de sus hijos y que, sin embargo, cuando le mientan la palabra no puede por menos de exclamar (como Cristina Losada en un artículo reciente): Pero ¿cuál régimen?

Entonces, ¿qué hay que pueda convencer a esta gente? ¿Cómo se la convierte para que proclame que estamos ante un Estado opresor, inhumano, fascista? Pues yo les cuento lo que funcionó en Venezuela: la sangre. En 1989, cuando Carlos Andrés Pérez aún empezaba a calentar la silla presidencial a la que lo habían llevado los votos de los ciudadanos, una protesta espontánea, del pueblo, estalló con increíble sincronía en varios puntos del país y se entregó al saqueo y a la destrucción indiscriminada. El gobierno sacó las armas a la calle y… ¡hecho! Ya tenía Fidel Castro un régimen sanguinario del que liberar a los venezolanos, como pretendió hacer tres años más tarde, mandando a Hugo Chávez contra el palacio presidencial en un tanque de guerra (y aunque éste no consiguió hacerse entonces con el gobierno, regresó en 1998, travestido de candidato, para derribar aquella brutal dictadura… valiéndose del voto libre y limpio que ella garantizaba). Hay quien asegura que Fidel, que había sido la vedette entre los líderes invitados a la toma de posesión de Carlos Andrés, se había dejado en Caracas un buen contingente destinado a prestar apoyo logístico para la organización de lo que todos los crédulos (y propagandistas del chavismo) califican desde entonces como estallido social.

Que nuestros políticos son asesinos ya nos lo han dicho hasta la saciedad con los recordatorios sobre la cal viva y sobre el No a la guerra. No hacen falta, en cualquier caso, tantos señalamientos, porque sólo con ser fautores del capitalismo (ese que, como el Masiosare de los mexicanos, es un extraño enemigo) ya son incontables los muertos que llevan a las espaldas, da igual que los hayan hecho con marines o con grasas trans. Pero como no todo el mundo sería partidario de llevar al Tribunal de La Haya al autor del Big Mac, ándese el gobierno con pies de plomo, en calles, en centros de internamiento para inmigrantes, en cárceles y en otras dependencias, por si hay quien quiere convencer a los españoles de que no es tan metafórico este fascismo que ahora padecemos.

En España

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