En casi treinta años de democracia y un cuarto de siglo de Estado autonómico ya era hora que los presidentes de todas y cada una de las Comunidades Autónomas que componen la Nación se reuniesen. En esto la iniciativa de José Luis Rodríguez Zapatero puede considerarse un éxito que ningún otro de los cuatro primeros ministros que le precedieron había logrado hasta ahora. Bajo Suárez y Calvo Sotelo el Estado descentralizado tal y como hoy lo conocemos estaba aún en periodo de formación. En tiempos de Felipe González las Autonomías desplegaron las alas y se constituyeron en esa parte esencial del aparato estatal que tanto agradecen unos y que tanto critican otros. Con José María Aznar el mapa se cerró incorporando las dos ciudades autónomas del norte de África, y fueron transferidas las competencias que restaban todavía en manos del Estado central.
Esta era, en definitiva, una buena ocasión para que la Nación, vertebrada por el consenso de sus representantes y la voluntad de sus ciudadanos en 19 entidades autonómicas, se reencontrase consigo misma al final de un largo camino que ha llevado una generación recorrer. Sin embargo, y a pesar de que a los españoles nos sobran los motivos para celebrar el hecho de seguir siendo lo que somos, la España alumbrada a finales de los años setenta tras el ocaso de la dictadura, corre –hoy más que nunca- el riesgo de desaparecer. En el último lustro se ha puesto seriamente en solfa la pulpa misma que da sentido al mapa que tanto esfuerzo costó construir entonces. Desde el Gobierno nacionalista del País Vasco se ha echado un órdago con un proyecto que dinamita el consenso, vulnera los derechos de los ciudadanos de aquella comunidad y derriba el edificio constitucional. En la Cataluña gobernada por el tripartito de socialistas, independentistas y comunistas se ha elegido la misma vía de confrontación a través de una reforma estatutaria que, llevada a la práctica, dejaría el Estado Autonómico reducido a una burda caricatura.
Con semejantes antecedentes lo lógico es que ayer en el Senado el tema estrella, y acaso monográfico, hubiese sido el modelo de Estado. La fotografía de Zapatero exultante flanqueado por Maragall e Ibarreche no hace sino abrir más interrogantes. ¿Por qué dos líderes que hasta ayer tronaban contra la Nación española e incluso negaban su existencia, se avienen a semejante charlotada con su presidente de Gobierno?, ¿qué persigue la pareja de nacionalistas en una conferencia cuando su idea de negociar se reduce a imponer su criterio pese a quien pese? Como operación cosmética y lavativa para futuros arreglos quizá valga el pose, pero, para el efecto que se perseguía en la reunión, no deja de ser un brindis al sol, un apaño cuasi propagandístico destinado a los radioescuchas de la cadena SER y a los telespectadores del telediario de Lorenzo Milá.
El Partido Socialista, que está en el Gobierno, no tiene, a día de hoy, un modelo de Estado definido sino que oscila, dependiendo de la baronía, del patrioterismo berroqueño de Rodríguez Ibarra a la sofisticación soberanista y pancatalana de los próceres del PSC. Zapatero, por su parte, va por días. Lo mismo se cuadra ante la bandera nacional de la plaza de Colón que envía a su vicepresidenta a Montjuic a que haga lo propio delante de una solitaria señera en un acto de homenaje a un golpista de tiempos pretéritos. No es de extrañar pues que ayer no se hablase de nada serio en el palacio del Senado. Vichy catalán con sacarina y una sonrisa, a eso puede reducirse el contenido político de la reunión de los 19 principales políticos del país.