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Raid antisemita en la Autónoma de Madrid

Una manifestación no autorizada ha recorrido el campus de la UAM. Los manifestantes han ocupado un salón de actos, un edificio empresarial y han linchado a un coche patrulla con dos ciudadanos israelíes dentro. Todo les ha salido gratis.

Nueve de la mañana, día soleado, una marabunta de examinandos de la Selectividad y los trenes de Cercanías llegando puntuales hasta el Campus de Cantoblanco, a quince kilómetros al norte de Madrid, recostado sobre un bosquecillo de pinos junto a la Autovía de Colmenar Viejo. El día perfecto para protestar por la presencia del embajador de Israel en la Universidad. No importa que haya cancelado su asistencia y las Jornadas Hispano-Israelíes sobre energías renovables y cleantech vayan a celebrarse sin su presencia, el show debe continuar.

De la estación de tren unos cien activistas parten en dirección al Rectorado. Las consignas de siempre: “¡Israel Asesino, Israel Asesino!”, “¡Intifada, Intifada!”, con una añadida para la ocasión: “¡Israel asesina, la UAM patrocina!”. Todo tan previsible y tan sobado que hasta da un poco de pena. Sólo una pequeña parte de los manifestantes estudian en la Autónoma, otros vienen de la Complutense, alguno de la Carlos III y un buen número de su casa, es decir, que ni siquiera son estudiantes. “La manifestación no está autorizada” me dice un guardia de seguridad, “pero harán lo que les salga de las narices porque aquí con los alumnos se tiene mucha manga ancha”. “¿Desde tiempos de Gabilondo?”, pregunto, “no, no, ya antes, este campus siempre ha sido muy de izquierdas, pero no suelen armarla aquí”.

La comitiva antisemita visiblemente envalentonada pasa delante del Rectorado y se dirige calle abajo ocupando los dos carriles de tráfico en dirección al Edificio C, cerca de la Facultad de Ciencias, donde, según creen, van a celebrarse las jornadas. Un coche patrulla de la policía municipal está esperando allí junto a sus dos agentes que miran tranquilamente el espectáculo. A la orden de uno de los cabecillas, los participantes se cuelan lentamente dentro del edificio académico por una de sus puertas. Ya estamos dentro, un manifestante treintañero, bajito con coletilla, gafas y mochila arranca con rabia un cartel que anuncia el encuentro hispano-israelí y lo tira satisfecho en la papelera, su compañera le jalea… “muy bien, ¡que se jodan!”, el hombrecillo sonríe satisfecho y se mete rápido en el salón de actos.

Ocupación del Salón de Actos

A la velocidad del rayo ocupan sus asientos y una pareja de mujeres árabes –una con velo y la otra a pelo descubierto– acompañadas de un hombre de la misma etnia, cuelgan dos banderas de palestina y una pancarta del estrado. Tras unos minutos de confusión la árabe sin pañuelo comenta por el micrófono del salón una “iniciativa ciudadana” para denunciar al Estado de Israel y pide las firmas de los asistentes, dos minutos después, y para desbloquear una ocupación que no importaba ya a nadie, uno de los dos líderes de la manifestación, un joven delgado y nervudo con el pelo corto y gafas de sol, se agarra al micrófono y suelta un mitin. Al final, cuando ya empieza a repetir por tercera vez la cara B del mismo disco, alguien le susurra al oído que las Jornadas están teniendo lugar en el llamado Parque Científico de la Universidad. Todos reanudan entonces la marcha gritando al unísono “¡Intifada, Intifada, Intifada!”. La diversión no se ha terminado por hoy.

El Parque Científico de Madrid es un edificio empresarial que se encuentra dentro de la Universidad Autónoma. En realidad se trata de una fundación creada por la Complutense y la Autónoma que alberga empresas dedicadas a la tecnología. Cuenta con un edificio de reciente construcción y diseño moderno en uno de los extremos del campus. Hasta allí llega la comitiva después de una caminata de cerca de quince minutos. Como habían hecho en el Edificio C, se cuelan todos dentro ante la mirada atónita de las recepcionistas y del guardia jurado que, como era de esperar no se quiere “meter en líos, y menos con esta gente”. Trastean por la planta baja buscando el lugar donde se está celebrando el encuentro. La recepcionista no suelta prenda.

El segundo líder estudiantil, un joven de ojos claros, aspecto bastasuno y muy alterado se encara con ella pidiéndole por las malas las acreditaciones. Quiere cerciorarse de que “el embajador sionista no va a venir aquí”. Le dicen que no, que ha cancelado su asistencia. Lejos de darse por vencido pasa al otro lado de la recepción y trata de alcanzar la caja de cartón donde están las acreditaciones, una de las organizadoras del acto se lo impide, agarra entonces un folleto anunciador del evento hispano-israelí y se pone hecho una furia “¡estas jornadas no se pueden celebrar, es colaboracionismo con los asesinos!”. La organizadora del acto, en un acto de suprema elegancia entre tanta barbarie totalitaria, da la callada por respuesta y esconde el resto de folletos para que no se los destrocen. Mientras sucede esto en la planta de abajo, a la que se accede a través de una escalera de caracol, los manifestantes han encontrado la sala donde se celebra el acto.

Todo muy aséptico, muy empresarial, muy insignificante para la que ha montado la caterva antisemita que ha tomado el edificio. Una pantalla, un proyector, un ordenador portátil y los asistentes de traje sentados en sus mesas esperando que de comienzo el acto. La intención de los manifestantes es que eso no suceda. El improvisado portavoz del Edificio C la emprende junto con un compinche con una humilde banderola que los organizadores han puesto junto a la puerta para que los asistentes sepan donde es. Con ayuda de una llave, uno desgarra la banderola mientras el otro la sujeta para que la llave se hunda exactamente donde pone la palabra “israelí”. Por mucho que ellos se empeñen en parecer lo contrario, la estampa es digna de dos jóvenes de las juventudes hitlerianas asaltando con cólera la tienda de un judío.

Consumado el acto purificador de acabar con la banderola prosiguen los cánticos mientras algunos de los asistentes empiezan a inquietarse. Uno de ellos, Eliezer Manor, hombre de negocios israelí, sale del edificio maletín en mano acompañado de un compatriota. El buen hombre no sabe bien qué hacer. Una de las organizadoras le pregunta si quiere volver a su hotel pero, ¡ay!, comete el error de dirigirse a su colega en lengua hebrea. Los manifestantes se encalabrinan y empiezan a increparlos. No es muy difícil ponerse en la piel de dos israelíes que no entienden la lengua y que, de repente, se ven rodeados de una turba vociferante plagada de pañuelos palestinos. Fuera sólo hay dos dotaciones de policía. Un Renault Megane y un Toyota con dos agentes cada uno. A todas luces insuficiente para la que se ha montado en el edificio.

Al asalto del coche patrulla

Alguien pregunta por qué la policía no interviene “esto es un espacio privado” les recrimina un señor de traje, “no tenemos autorización para hacerlo” contesta impotente el agente. “Para poder hacer algo tiene que autorizarlo el Rector y todavía no se ha autorizado nada”. De pronto la situación se tensa, los agentes meten a los dos israelíes dentro del coche para protegerlos de la ira ya desatada de los manifestantes. Entonces se produce el linchamiento. Como posesos se tiran sobre el coche patrulla, lo zarandean, le rompen botes de pintura en los cristales, le dan patadas, le abren el maletero y las puertas… Los otros dos agentes que hay fuera quedan desbordados por la agresividad de los, hasta hace una hora, pacíficos manifestantes universitarios.

Por unos momentos se teme lo peor, de hecho los agresores buscan que ocurra lo peor poniéndose delante del coche y provocando un atropello fortuito. Después de diez insufribles minutos el zeta de la policía se zafa y continúa su camino hacia Madrid. Los participantes están eufóricos, al subidón de adrenalina se sigue una sensación placentera, por unos momentos se sienten héroes justicieros de la causa palestina. El siguiente paso es el Rectorado porque, a pesar de todo lo que ha pasado, este centenar de bárbaros sigue campando a sus anchas por Cantoblanco dos horas después de comenzar la manifestación. Bajan presurosos, pasan por delante de la escuela de ingeniería pero, su gozo en un pozo, en la puerta del Rectorado hay cuatro coches patrulla y una furgoneta de esas que se llevan detenidos en las manifestaciones. Los agentes, sabedores de lo que ha pasado en el Parque Científico, se preparan para el asalto, pero no pasa nada. Demasiado riesgo para poco beneficio.

La manifestación termina abruptamente ahí. Como son pocos se dispersan fácilmente por el campus. Unos a Derecho, otros a Ciencias, los más a Económicas y Filosofía y Letras, alguno se tira en el verde y los metiditos en años van hacia la estación de Cercanías para volver por donde habían venido. Dos horas y media de raid antisemita y bastante vergonzoso terminan así, con la Selectividad –antes la causa preferida de los estudiantes revoltosos– como telón de fondo. “Yo no me considero antisistema”, me confiesa uno de los manifestantes camino de la estación, “pero si nos criminalizan hay que defenderse, que es lo que hemos hecho hoy”. Pues será eso, porque el único agredido hoy ha sido el sentido común y un ciudadano israelí, Eytan Levi, un participante de las jornadas que vino a Madrid pensando que este es un país normal donde uno puede ser judío sin miedo a que le linchen.  

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