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Alberto Míguez

Sharon y Aznar

El triunfo electoral de Ariel Sharon resta a José María Aznar un interlocutor atento y amistoso en Israel, como lo fue Ehud Barak durante dieciocho meses, un personaje con quien el presidente del Gobierno español mantuvo relaciones estables y cordiales tanto en las cinco ocasiones en que se entrevistó con él durante horas como en las numerosas y periódicas conversaciones telefónicas que mantuvieron en los últimos meses.

Esta relación hubiese servido para bien poco si no contase con el apoyo auxiliar de Shlomo Ben Amí, ministro de Asuntos Exteriores, personaje risueño, laborista de la rama radical (al menos en su juventud: fue uno de los fundadores del movimiento extremista “Paz ahora”) e hispanista de reconocido prestigio.

Nada o casi nada unía a Barak con Aznar: el “premier” israelí es un militar educado en el campo de batalla y mal conocedor tanto del mundo mediterráneo como del europeo. La relación entre ambos era oportunista en el mejor sentido de la palabra. Oportunista y, por supuesto, superficial: no podía ser de otro modo.

Pero Barak siempre creyó que, por razones históricas, el Gobierno español y su presidente podrían jugar un papel de amables componedores con Arafat y sus amigos, algo que por cierto –y hecha abstracción de todos los disparates y bravatas despilfarrados por los “masajistas” del presidente español— ni fue ni podía ser así.

Todas las sugerencias de “mediación” expedidas desde Gaza o Jerusalén al Palacio de La Moncloa se quedaron en lo que eran, un amable expediente de buenas intenciones. Lo mismo sucedió con las iniciativas “imaginativas” de Ben Amí y otros dirigentes israelíes sobre el papel que podría jugar el Rey de España entre los dirigentes árabes como “rey de Jerusalén” . Don Juan Carlos no picó el anzuelo ingenuamente arrojado por el bueno de Shlomo el verano pasado en Barcelona.

La ilusión óptica o política de que España podía “mediar” en un conflicto donde ni la Unión Europea, ni siquiera el presidente Clinton, pudieron hacer gran cosa para reducir el nivel de tensión constituía una alegre bravata monclovita más que un proyecto viable.

Pero decir esto en las cercanías del Palacio de Santa Cruz, o de la propia Moncloa, era considerado como un acto de desafección al genio único y reconocido del primer ministro y su Canciller Piqué. Hasta el último momento, Arafat insistió ante Aznar sobre una eventual gestión con los crepusculares dirigentes israelíes: los resultados están a la vista.

Gobernar es prever, y la victoria de Sharon deja al Gobierno español en una situación comprometida. Aznar y Piqué no ahorraron calificativos y descalificaciones al nuevo primer ministro israelí cuando en septiembre pasado participó en el confuso episodio de la explanada de las mezquitas en Jerusalén que desencadenó la nueva “guerra de las piedras”. Digo confuso episodio porque, dejando aparte la versión palestina, todavía hoy se conoce mal lo sucedido allí y hasta qué punto lo que Aznar y Piqué calificaron como “una provocación” lo fue, al menos solamente, por una de las partes.

Sea como sea, el Gobierno español por boca de su presidente y ministro de Exteriores reaccionó con indisimulado malhumor a la supuesta provocación, asumiendo lo que era la tesis palestina principal: Sharon es un viejo “ultra” violento y provocador cuyo único objetivo consiste en aplastar a los palestinos indefensos y que conducirá inevitablemente a la guerra generalizada.

La tesis, además de simplificadora, constituye un insulto al sentido común y al pueblo de Israel, el único país de la zona –conviene repetirlo porque se olvida con facilidad— donde existe una democracia estable, libertades políticas y sociales, bienestar y mercado libre. Ese mismo pueblo es el que ha dado la victoria al “ultra” Sharon ante la desolación de quienes lo condenaron antes de conocerlo. O, si se prefiere, lo desconocieron antes de condenarlo.

Ni que decir tiene que con Sharon en el poder se acabaron las amables conversaciones telefónicas, los recados mediadores a la Moncloa y los genuflexos “masajes” del equipo mediático habitual entre los dos jefes de Gobierno. Salvo que “Bibi” Netanyahu se preste a jugar el desairado papel de conseguidor, las relaciones entre Aznar y Sharon se anuncian, en el mejor de los casos, tensas, mientras sean, como ahora, inexistentes. El viejo general de la guerra del Líbano tiene, dicen, pocos rencores pero una memoria de elefante.

Aznar y Piqué deberán hacer esfuerzos para que olvide las descalificaciones con que lo rociaron en los momentos más críticos de la segunda intifada, cuando lo convirtieron en el chivo expiatorio o en el promotor de aquella violencia. Si la política es el arte de tragar sapos y culebras todas las mañanas en el desayuno, Aznar tendrá ahora que hacer un esfuerzo digestivo suplementario en las próximas semanas.

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